jueves, 24 de junio de 2010

José Saramago. Na ilha por vezes habitada, "Provavelmente alegria", 1985

En la isla a veces habitada de lo que somos, hay noches, mañanas y madrugadas en que no necesitamos morir.
En ese momento sabemos todo lo que fue y será.
El mundo se nos aparece explicado definitivamente y entra en nosotros una gran serenidad, y se dicen las palabras que la significan.
Levantamos un puñado de tierra y la apretamos en las manos. Con dulzura.
Allí está toda la verdad soportable: el contorno, la voluntad y los límites.
Podemos en ese momento decir que somos libres, con la paz y con la sonrisa de quien se reconoce y viajó alrededor del mundo infatigable, porque mordió el alma hasta sus huesos.
Liberemos sin apuro la tierra donde ocurren milagros como el agua, la piedra y la raíz.
Cada uno de nosotros es en este momento la vida.
Que eso nos baste.

viernes, 28 de mayo de 2010

Una excursion a los indios ranqueles

...Me allegué al fogón, saludé dando las buenas noches, se pusieron todos de pie, menos el cuarterón; me hicieron lugar y me senté.
El espía había referido su vida con una ingenuidad y un cinismo que revelaba a todas luces cuán familiarizado estaba con el crimen. Robar, matar o morir había sido lo mismo para él.
-¿Conque conoces al coronel Murga? -le pregunté.
-Sí, le conozco -me contestó.
Pero no cambió de postura, ni se movió siquiera. Conocía el terreno; sabía que allí éramos todos iguales, que podía ser desatento y hasta irrespetuoso.
-¿Y qué cara tiene?
Me describió la fisonomía de Julián, su estatura.
-¿Dónde le has conocido?
-En Patagones.
Me explicó a su modo dónde quedaba.
-¿Y cómo has ido a Patagones?
-Por el camino.
-¿Por qué camino?
-Por el que sale de lo de Calfucurá.
-¿Y cuántos ríos pasaste?
-Dos.
-¿Cuáles?
-El Colorado y el Negro.
-¿Sabes leer?
-No.
-¿Cómo te llamas?
-Uchaimañé (ojos grandes).
-Te pregunto tu nombre de cristiano.
-Se me ha olvidado.
-¿Se te ha olvidado...?
-Sí.
-¿Quieres irte conmigo?
-¿Para qué?
-Para no llevar la vida miserable que llevas.
-¿Me harán soldado?
No le contesté.
El prosiguió:
-Aquí no se vive tan mal, tengo libertad, hago lo que quiero, no me falta qué comer.
-Eres un bandido -le dije; me levanté, abandoné el fogón y me apresté a dormir.
La tertulia se deshizo, el cuarterón se quedó como una salamandra al lado del fuego. Los perros le rodearon lanzándose famélicos sobre los restos de la cena. Refunfuñaban, se mordían, se quitaban la presa unos a los otros.
El espía permanecía inmóvil entre ellos. Tomó un hueso disputado y se lo dio a uno de los más flacos acariciándolo.
Noté aquello y me abismé en reflexiones morales sobre el carácter de la humanidad.
El hombre que no había tenido una palabra, un gesto de atención para mí, que se había mostrado hasta soberbio en medio de su desnudez, tenía un acto de generosidad y un movimiento de compasión para un hambriento y ese hambriento era un perro.
Yo le había creído peor de lo que era.
Así son todos nuestros juicios, imperfectos como nuestra propia naturaleza.
Cuando no fallan porque consideramos a los demás inferiores a nosotros mismos, fallan porque no los hemos examinado con detención. Y cuando no fallan por alguna de esas dos razones, fallan porque faltos de caridad, no tenemos presentes las palabras de la Imitación de Cristo :
-Si tuvieses algo bueno, piensa que son mejores los otros.
¿Quién era aquel hombre? Un desconocido. ¿Qué vida había llevado? La de un aventurero. ¿Cuál había sido su teatro, qué espectáculos había presenciado? Los campos de batalla, la matanza y el robo. ¿Qué nociones del bien y del mal tenía? Ningunas. ¿Qué instintos? ¿Era intrínsecamente malo? ¿Era susceptible de compadecerse del hambre o de la sed de uno de sus semejantes? No es permitido dudarlo después de haberle visto, entre las tinieblas, sentado cerca del moribundo fogón, sin más testigos que sus pensamientos, apiadarse de un perro, que por su flacura y su debilidad parecía condenado a presenciar con avidez el nocturno festín de sus compañeros.
¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser; si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiera sido oscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta olvidar el que primitivamente tuviera?
Si jamás hubiera vivido en sociedad, aprendiendo desde que tuve uso de razón a confundir mi interés particular con el interés general, que es la base de nuestra moral, ¿sería yo mejor que ese hombre?, me pregunté por segunda vez.
Si no fuera el miedo del castigo, que unas veces es la reprobación, y otras los suplicios de la ley, ¿sería yo mejor que ese hombre?, me pregunté por tercera vez.
No me atreví a contestarme. Nada me ha parecido más audaz que Juan Jacobo Rousseau, exclamando:
"Yo, sólo yo conozco mi corazón y a los hombres. No soy como los demás que he visto, y me atrevo a decir que no me parezco a ninguno de los que existen. Si no valgo más que ellos, no soy como ellos. Si la naturaleza ha hecho bien o mal en romper el molde en que me fundió, no puede saberse sino leyéndome".
Eché la última mirada al fogón.
El cuarterón atizaba el fuego maquinalmente con una mano, y con la otra acariciaba al perro flaco, que apoyado sobre las patas traseras dobladas y sujetando con las delanteras estiradas un zoquete, en el que clavaba los dientes hasta hacer crujir el hueso, miraba a derecha e izquierda con inquietud, como temiendo que le arrebataran su presa. Una llama vacilante, iluminaba con cambiantes el claro oscuro de la cara patibularia. Me dio lástima y no me pareció tan fea.
Hacía fresco.
Me acerqué a él y le pregunté:
-¿No tienes frío?
-Un poco -me contestó, mirándome con fijeza por primera vez, al mismo tiempo que le aplicaba una fuerte palmada a su protegido, que al aproximarme gruñó, mostrando los colmillos.
Una calma completa reinaba en derredor: todos dormían, oyéndose sólo la respiración cadenciosa de mi gente.
La luna rompía en ese momento un negro celaje, y eclipsando la luz de las últimas brasas del fogón iluminaba con sus tímidos fulgores aquella escena silenciosa, en que la civilización y la barbarie se confundían, durmiendo en paz al lado del hediondo y desmantelado toldo del cacique Baigorrita, todos los que me acompañaban, oficiales, frailes y soldados.
Cuidando de no pisarle a alguno la cabeza, el cuerpo o los pies, busqué el sitio donde habían acomodado mi montura. Estaba a la cabecera de mi cama. Saqué de ella un poncho calamaco, volví al fogón y se lo di al espía de Calfucurá, cuyos grasientos pies lamía el hambriento perro, diciéndole:
-Toma, tápate.
-Gracias -me contestó tomándolo.

viernes, 21 de mayo de 2010

"La Hormiga", Marco Denevi (1969)

  Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo.


        Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita:


        “Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores...”


        Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.


(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

viernes, 14 de mayo de 2010

Modesta y caprichosa Guía para viajar en el tiempo. Autor desconoido.

Querido lector, tomará poco “tiempo”. No le puedo prometer que ese tiempo será efímero y veloz como la mirada prudente de los amantes prohibidos. Tampoco me animaría a prometerle una elevación de su alma luego de esta lectura. Tal ves estas ideas hoy sean anacrónicas, y el tiempo se haya esfumado como aquel crepúsculo vivido en soledad. No puedo prometer. Solo permítase, y ayúdeme a soñar.

Lo invito a despojarse de toda creencia formada sobre la ciencia metodológica y cotidiana que nos asfixia. A olvidar por poco “tiempo” todo basamento de su fe religiosa que lo asiste en estos momentos. Solo se requiere capacidad para soñar y fe en uno mismo.

Me veo en la obligación de advertirlo respecto de la “modestia” de esta guía. Es tan modesta que una vez que viaje en el tiempo, solo le brindará exiguos consejos para manejarse en esa dimensión. Tal es la modestia que cubre este escrito que no pretenda encontrar un “paso a paso” como las guías a las que tal vez Ud. pudiera estar acostumbrado. Escrutar y seguir esta guía requiere que el lector (Ud. mi querido lector) haga un esfuerzo de proporciones. Después no resople quejándose, se lo advertí es apenas una modesta guía. Y el mote de guía tal vez sea uno de los tantos caprichos…

Los caprichos responden a simples circunstancias que influencian el estado de ánimo de este autor. Los hay por doquier a lo largo de esta guía, no se exalte ya los descubrirá.

A esta altura Ud. se preguntará como es que viajaremos en el tiempo. Tal vez su imaginación, puesta al servicio del seguimiento de esta guía, ya esté elucubrando metales, cables, destellos, luces, humos. No pierda “tiempo” (no tenemos demasiado…), solo “permítase soñar”. Solo con desearlo intensamente, tenga fe en que una divinidad le permitirá viajar en el tiempo. Un fuerte deseo, un abrir y cerrar de ojos y habrá viajado en el tiempo.

Si ha llegado hasta aquí hay dos posibilidades, curiosidad (muy a mi pesar) o sentidas ganas de explorar un viaje en el “tiempo”.

Supongamos que ya ha predispuesto su espíritu para viajar en el “tiempo”, no podremos avanzar sin antes formular una consulta de rigor. Hacia donde quisiera, Ud. mi querido lector, viajar: al “PASADO” o al “FUTURO”. Le pido las disculpas del caso, tal vez Ud. ya intuyó hacia donde vamos, o tal vez Ud. ya pergenio en sus pensamientos más profundos hacia donde desea experimentar la transportación. Es una pregunta de rigor, no olvide que este escrito pretende el mote de guía.

Permítaseme el capricho (al menos literario) de adivinar que sus profundas intensiones son viajar al pasado. Y discúlpeme querido lector que insista con las preguntas: “Pensó para que quería viajar al pasado”.
Si aún no ha resuelto en sus foros más íntimos el para qué quería viajar al pasado, permítame que lo ayude. Y espero pueda disculparme si no encuentro cuestiones mundanas y cotidianas para incitarlo al viaje. No pierda de vista la modestia y el capricho que identifican cada párrafo de esta guía.

Motivo Primero y Único
Regresar a un momento que añora. Que atesora en lo más profundo de su alma. Un momento del cual siente profunda nostalgia, sin tristeza. Mucha nostalgia. En este momento el idioma no me acompaña, o tal vez no encuentro un vocablo lo suficientemente significativo. Para ser más claros, y no malgastar el “tiempo”, pongámoslo en estos términos: Regresar a un momento por el que siente “saudades”. Inconfundibles “saudades”.

Si ya descubrió ese momento al cual quiere retornar, comience a procesar la fe en este método, entorne los párpados, sienta el batir de su alma acompasada con el propio corazón, y viaje…

Si ya llegó a ese momento tal vez lo embargue el “desasosiego”, es natural. Está allí, y nunca imaginó ni en sueños que volvería. Pero está allí.

Consejo: disponga todos los sentidos y regocije su espíritu. Complazca su olfato y nútrase de los “sutiles aromas” que inundan la estancia. Llene sus pupilas con esas “facciones” olvidadas en efímeros recuerdos. Deguste el sabor de esos besos tiernos y prohibidos que no se concretaron. Escuche el silencio que emana aquella “imagen” añorada. No sienta el “vacío” que otrora lo invadía, aún le queda el sentido que brota del alma y le puede resguardar y cobijar en este momento de “ensueño”.

Querido lector, si aún mantiene indemne la fe en Ud. mismo y en esta modesta guía podrá repetir los viajes para cada uno de los momentos que le provocan esa dulce “melancolía”, y que aún con el paso del tiempo son incapaces de “desvanecerse”.

Aclaración: el motivo del viaje es único, por cuanto haber colocado una colección de motivos hizo temer a este autor por la posibilidad de entrar en la debilidad de querer viajar para reparar cuestiones más corrientes que las meramente sentimentales. También por capricho.

Despedida: hizo bien en escoger el viaje al PASADO, dejemos el viaje al FUTURO para que el destino, sólo el destino nos conduzca sin prisa…

Mi ofrenda por su atención es dedicarle esta guía para que la use, junto a su imaginación, a discreción para vivir esos momentos del ayer, con el corazón latiendo al ritmo de hoy.

viernes, 7 de mayo de 2010

Fragmento del Anatomista

La impresión que se formó Mateo Colón de la enferma fue, en primera instancia, que se trataba de una mujer infinitamente bella y, en segundo lugar, que no era aquella ninguna enfermedad frecuente. Inés estaba tendida en la cama, exánime e inconsciente. Examinó sus ojos y su garganta. Palpó su cabeza e inspeccionó sus oídos. El abad seguía los movimientos del médico con desconfiada curiosidad. Palpó sus tobillos y sus muñecas y rogó al abad que lo dejase a solas con la enferma junto a su "discípulo", Bertino. No sin alguna preocupación, el abad abandonó la alcoba.

Mateo Colón pidió a Bertino que lo ayudara a desvestir a la paciente. Quizá nadie sospechara siquiera que debajo de aquellas austeras ropas existía una mujer de una belleza extraordinaria, hecho que testimoniaban las manos del discípulo, que temblaban como una hoja al retirar cada prenda.

-¿Acaso nunca has visto una mujer desnuda? -preguntó Mateo Colón a Bertino no sin cierta malicia, haciéndole notar, de paso, que podía convertirse en el delator del espía del decano.

-Sí, las he visto... pero no con vida... -titubeó Bertino.

-Pues te recuerdo que lo que estas viendo no es una mujer, sino una enferma -marcando en la pronunciación la diferencia entre ambas entidades.

En rigor, Mateo Colón tampoco había podido sustraerse a la belleza de su paciente, pero tenía el pulso experimentado, suficiente para no manifestar ninguna turbación. E, inclusive, sabía que un médico debía hacer caso de las impresiones subjetivas: intuía que su inquietud y su perturbación no eran ajenas a la enfermedad de su paciente. Examinó el tono muscular del vientre y el ritmo de la respiración. Viendo que Bertino demoraba con su tarea, ordenó a su discípulo que terminara de una vez de quitar las ropas de la enferma. En el mismo momento en que el anatomista se disponía a tomar el pulso, Bertino prorrumpió en un grito de espanto.

-¡Es un hombre! ¡Es un hombre! -vociferaba a la vez que se santiguaba e invocaba a todos los santos del cielo-. ¡El poder de Dios sea conmigo! -imploraba con una mueca de terror.

Mateo Colón pensó que Bertino se había vuelto completamente loco. El maestro se incorporó e intentó calmar a su discípulo, cuando, para su estupor, pudo ver entre las piernas de la enferma, una perfecta, erecta y diminuta verga.

El anatomista conminó a su discípulo a que dejara de gritar. Ciertamente, aquel descubrimiento, fuere lo que fuere, ponía en peligro la vida -ya lo suficientemente frágil- de la enferma. Mateo Colón recordó de inmediato un caso que, cincuenta años antes, había conducido a la hoguera a un hombre que presentaba la apariencia de una mujer y que, aprovechando sus facciones femeninas, ejercía la prostitución. Sin embargo, Inés de Torremolinos presentaba una anatomía enteramente femenina y, por cierto, sus tres hijas eran fiel testimonio de su no menos femenina fisiología. Sin embargo, frente a las narices atónitas del maestro y su discípulo, allí estaba aquel pequeño órgano erecto, señalando al centro de sus ojos alelados abiertos como dos pares de florines de oro.

La hipótesis que mejor se ajustaba a la situación era la del hermafroditismo. Las antiguas crónicas de los médicos árabes y egipcios relataban numerosos casos de seres que presentaban los dos sexos en un mismo cuerpo. El mismo anatomista había podido comprobar un caso de hermafroditismo en un perro. Sin embargo, esta última conjetura tampoco se ajustaba a los hechos: la característica común que señalaban todas las crónicas médicas no dejaba dudas acerca de que tal anomalía significaba la atrofia completa de ambos órganos sexuales, los masculinos y los femeninos, siendo en consecuencia imposible la reproducción. Además de los tres vástagos que Inés de Torremolinos había traído al mundo, era evidente que aquel pequeño órgano no se mostraba en absoluto atrofiado; al contrario, estaba inflamado, palpitante y húmedo.

Llevado por la pura intuición, el anatomista tomó entre el índice y el pulgar aquella innominada parte y, con el índice de la otra mano, comenzó a frotar suavemente el diminuto "glande", rojo e inflamado. La primera reacción que Mateo Colón pudo comprobar fue que toda la musculatura del cuerpo de la enferma -que hasta entonces permanecía completamente laxa- cobró una súbita e involuntaria tensión, a la vez que aquel órgano aumentaba un poco más en tamaño y se conmovía en breves contracciones.

-¡Se mueve! -gritó Bertino.

-¡Silencio! ¿O acaso quieres enterar al abad?

Mateo Colón no dejaba de frotar entre sus dedos aquella protuberancia, como quien frota una rama contra una piedra para obtener fuego. De pronto, como si finalmente hubiese conseguido encender la chispa de la hoguera, todo el cuerpo de Inés se conmovió en una gran convulsión que le hizo levantar las caderas, quedando sostenida por los tobillos y la nuca, semejando un arco. Poco a poco, su cintura empezó a moverse, siguiendo la regularidad, el ritmo de los dedos del anatomista. La respiración de Inés se agitó; el corazón, se diría, le galopaba dentro del pecho y todo su cuerpo brilló súbitamente con un sudor general, reproduciendo, en virtud de aquella frotación que le prodigaba el anatomista, cada uno de los penosos síntomas que la sobresaltaban por las noches. Sin embargo, pese a que Inés se mantenía inconsciente, no se diría que aquella sesión le resultara, precisamente, penosa. La respiración de Inés fue cobrando un sonido ahogado que devino en un jadeo sonoro. Su exánime gesto se transformó en una mueca lasciva: la boca, entreabierta, dejaba ver la lengua agitándose entre las comisuras de los labios.

Bertino, el discípulo, se persignó. No alcanzaba a descifrar si aquello era un exorcismo o si, al contrario, su maestro, estaba metiendo el diablo en el cuerpo de Inés. Casi cae desmayado al ver que, de pronto, la enferma abrió los ojos, miró en derredor, y, totalmente en sí, se entregó a la diabólica ceremonia del anatomista. Los pezones de Inés se habían inflamado y erguido y ahora ella misma se los frotaba con sus propios dedos sin dejar de mirar al desconocido con lascivia, a la vez que musitaba unas palabras ininteligibles en español.

Se diría que Inés había pasado de la agonía al frenesi veneris. Totalmente consciente -si así pudiera decirse-, Inés se asió al travesaño de la cabecera de su rústica cama.

Entre ayes, convulsiones y "cómo os atrevéis" admonitoriamente suspirados, Inés dejaba hacer.

-¿Cómo os atrevéis? -murmuraba a la vez que se pasaba su propia lengua por los pezones-. Que soy mujer casta -decía y se humedecía los dedos en los labios.

-¿Cómo os atrevéis? -suspiraba y entonces abría las piernas cuanto podía-. Que soy madre de tres -decía sin dejar de frotarse los pezones y que "cómo os atrevéis", imploraba y entonces dejaba hacer.

La del anatomista no era una tarea fácil; por un lado debía sustraerse a la contagiosa excitación de la enferma y, por otro, evitar que esa misma excitación declinara. Además, Bertino -que no dejaba de persignarse- no cesaba de hacer preguntas, exclamaciones y hasta se permitió amonestar a su maestro:

-¡Cometéis sacrilegio, profanación!

-Quieres cerrar la boca y sujetar los brazos -obnubilado como estaba, Bertino obedeció.

-¡Los míos no, idiota, los de la enferma!

-¿Cómo os atrevéis? -susurraba Inés-. Que soy mujer viuda -decía y entonces balanceaba las caderas embistiendo la mano del anatomista.

-¿Cómo os atrevéis? -lloriqueaba-. Que vosotros sois dos hombres y yo una pobre mujer indefensa -decía y entonces estiraba la mano hacia la verga del discípulo, cuyas imploraciones a Dios no impedían que empezara a ponerse un poco tiesa, lo cual, por cierto, le aseguraba al anatomista el silencio de Bertino.- ¿Cómo os atrevéis? -murmuraba Inés-. Que ni siquiera os he visto nunca antes...

viernes, 30 de abril de 2010

Arreglando el mundo

Un científico que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos. Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de 6 años invadió su santuario decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lado. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiese darle con el objeto de distraer su atención.

De repente se encontró con una revista, en donde había un mapa con el mundo; justo lo que precisaba.

Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo: "Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que lo repares sin ayuda de nadie".

Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10 días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente: "Papá, papá, ya hice todo; conseguí terminarlo...."

Al principio el padre no creyó en el niño. Pensó que sería imposible que, a su edad, haya conseguido componer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño.

Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz?

"Hijito, tú no sabías como era el mundo, ¿cómo lo lograste?"
"Papá, yo no sabía como era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era. Y cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo."

viernes, 23 de abril de 2010

La isla a mediodía. Julio Cortazar.

La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó, sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.

A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el pasaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años -le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma-. Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.

Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un Jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana, el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).

Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul.

Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios.

Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.

Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido, mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.

El sol le secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.

Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.

Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero, como siempre, estaban solos en la isla y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.

viernes, 16 de abril de 2010

Cómo Ocurrió

Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ese que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
-En el principio -dijo-, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo…
Pero yo había dejado de escribir.
-¿Hace quince mil doscientos millones de años? -pregunté, incrédulo.
-Exactamente -dijo-. Estoy inspirado.
-No pongo en duda tu inspiración -aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)-. Pero ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un período de más de quince mil millones de años?
-Tengo que hacerlo. Ese es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquí dentro -dijo, palmeándose la frente-, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.
-¿Sabes cuál es el precio del papiro? -dije.
-¿Qué?
(Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.)
-Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarían cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tú tengas la voz y yo la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
-¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
-Mucho -puntualicé, si esperas llegar al gran público.
-¿Qué te parecen cien años?
-¿Qué te parecen seis días?
-No puedes comprimir la Creación en sólo seis días -dijo, horrorizado.
-Ese es todo el papiro de que dispongo -le aseguré-. Bien, ¿qué dices?
-Oh, está bien -concedió, y empezó a dictar de nuevo-. En el principio… ¿De veras han de ser sólo seis días, Aarón?
-Seis días, Moisés -dije firmemente.

viernes, 9 de abril de 2010

BIOGRAFIA DE TADEO ISIDORO CRUZ

I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats: The winding stair.



El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

viernes, 26 de marzo de 2010

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.

Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.

Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.

A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

jueves, 18 de marzo de 2010

El principito se despide de su flor

Sospecho que su partida, la realizó a través de una migración de pájaros silvestres. Antes de marcharse, ordenó detalladamente su planeta. Deshollinó los volcanes en actividad con sumo cuidado, eran dos y el principito los utilizaba diariamente para calentar su desayuno. Había un tercer volcán, pero en estado de extinción. Sin embargo, como decía mi amigo: "nunca se sabe...!" y deshollinó igualmente el volcán extinguido. Si se deshollinan regularmente los volcanes, pueden evitarse las erupciones. Para la grandeza de nuestra tierra, somos demasiado minúsculos para deshollinar volcanes, es por eso que nos causan tantos disgustos.
Arrancó tristemente los últimos brotes de baobabs que se hacían visibles. Tenía la sensación de no volver jamás. Esa mañana en particular, estos trabajos de rutina le eran sumamente agradables. Regó la flor por última vez, la resguardó con el globo de las fuertes corrientes de viento, y descubrió deseo de llorar.
-Adiós-dijo a la flor.
La flor no respondió.
-Adiós-insistió el principito.
La flor tosió, pero no precisamente por padecer un resfrío.
-He sido tonta-murmuró al fin- Te pido disculpas e intenta ser feliz.
Estaba estupefacto por la ausencia de reproches. Algo paralizado, permanecía de pie junto a la flor con el globo en su mano. Intentaba comprender esa calma mansedumbre.
-Claro que te quiero!-le dijo la flor- Por mi culpa, no te has enterado de nada. Creo también que has sido tonto como yo. Guarda ese globo, ya no lo quiero.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada... Soy una flor y estoy segura que el fresco aire de la noche me hará bien.
-Y los animales...?
-Es necesario soportar dos o tres orugas si realmente deseo conocer a las mariposas. Debe ser hermoso! De lo contrario, quién vendrá a visitarme? Tú ya estarás lejos. En cuanto a los animales, tengo mis garras para defenderme, no les temo.
Lució inocentemente sus cuatro espinas. Luego dijo:
-No demores tu partida, es molesto. Si has decidido irte, pues... vete ya.
No quería que la viese llorar. Ciertamente era una flor muy orgullosa...

viernes, 12 de marzo de 2010

DIABLO (ALEJANDRO DOLINA, CRÓNICAS DEL ÁNGEL GRIS)

Todos sabemos que el túnel que pasa bajo las vías en la estación de Flores es una de las entradas del infierno.

Cierta noche de otoño, el ruso Salzman, uno de los tahúres más prometedores del barrio, estaba haciendo un solitario en uno de los bares mugrientos que existen por allí. Vino a interrumpirlo un individuo alto y flaco, vestido con ropas elegantes, pero un poco sucias.

- Buenas noches, señor, soy el Diablo.

Salzman saludó tímidamente. Estaba seguro de haber visto al Diablo otras veces, pero le pareció inadecuado mencionarlo. El hombre se acomodó en una silla y sonrió con dientes verdosos.

- Un solitario es poca cosa para un jugador como usted. Sepa que le está hablando el dueño de todas las fichas del mundo... Conozco de memoria todas las jugadas que se han repartido en la historia de los naipes. También conozco las que se repartirán en el futuro. Los dados y las ruletas me obedecen... Mi cara está en todas las barajas... Poseo la cifra secreta y fatal que han de sumar todas las generalas cuando llegue el fin de su vida...

Salzman no podía soportar aquella clase de discursos. Para ver si se callaba, lo invitó a jugar al chinchón.

- No comprende, amigo. Le estoy ofreciendo el triunfo perpetuo. Puedo hacer de sus pálpitos leyes de acero. Pero el precio de su alma - una bicoca, si me permite - le haré ganar fortunas.

- No puedo aceptar - dijo Salzman en el mismo momento en que se le trababa el solitario.

-¿Acaso le gusta perder?

- Me gusta jugar.

- Usted es un imbécil... Tiene ganado el cielo. En fin, disculpe la molestia. Si no es su alma, será cualquier otra.

Salzman sintió la tentación de humillarlo.

-¿Quiere un consejo? Váyase por donde vino... Aquí no conseguirá nada.

El hombre alto lo miró sobrándolo.

- Olvida con quién está hablando. Siempre consigo lo que me propongo.

- Vea, supongo que lo que usted pretende es corromper un alma pura. Por aquí hay muy pocas. Y además, éste es el barrio de la mala suerte. Todo sale mal.

- Hagamos una apuesta. Si consigo un alma antes del amanecer, me llevaré también la suya. Si pierdo, usted podrá pedirme lo que quiera.

Salzman juntó las cartas desparramadas.

- Usted sabe que lo que me propone es inaceptable... Pero acepto. Desde luego, tendré que acompañarlo para asegurarme de que no haga trampa.

Los dos personajes caminaron juntos por la oscuridad. Anduvieron por la plaza desierta. En la avenida se cruzaron con algunos paseantes que no sirvieron de nada porque ya estaban condenados.

Salzman estaba un poco perturbado: es que su acompañante matizaba el paseo con pequeñas crueldades. En la calle Yerbal le quitó la gorra a un pobre viejo, y en Bacacay le dio una feroz patada a un perrito negro. Cada tanto, cantaba un estribillo con voz de barítono.

- Almas, quién me vende el alma...

Caminaron hacia el norte y en Aranguren se encontraron con una prostituta de increíble hermosura. Era muy joven, casi una niña. Salzman estaba asombrado.

- Mire...

- Esto será fácil. La chica tiene hambre y aunque usted no lo crea, ésta es su primera noche. Puedo asegurarle que seré su primer cliente.

- Si usted lo dice... Pero recuerde que en este barrio todo sale mal.

El hombre alto dejó a Salzman esperando en la esquina y se acercó a la chica. Después se metieron en un oscuro zaguán.

- Me llamo Lilí - dijo ella -. Tráteme bien. Tengo mucho miedo.

Pasaron largas horas. La chica se derrumbó, extenuada y sonriente.

- Ya no tengo miedo.

Al rato salieron los dos abrazados. En medio de la calle, el hombre sacó la billetera. Salzman escuchaba escondido detrás de un árbol.

- Fue maravilloso. Este dinero es tuyo.

- No quiero nada. Lo hice por amor.

El sujeto dio media vuelta y con paso indignado se acercó a Salzman.

- Apúrese que es tarde.

Anduvieron por el Odeón, por Tío Fritz y por la Perla de Flores, donde un grupo de racionalistas les explicó que el pecado no existía, que el verdadero demonio es el que todos llevamos dentro y que en realidad no hay hombres malvados sino psicóticos, perversos, sádicos, fóbicos o histéricos. Al salir, el hombre rompió la vidriera de un ladrillazo. Después volvió a cantar.

- Almas, quién me vende el alma...

En la puerta de Bamboche vieron a Jorge Allen, el poeta, que por fin había encontrado la pena de amor definitiva. Salzman indicó que se trataba de un amigo y pidió que no se lo molestara con la condenación eterna. EL hombre se rió a carcajadas.

- No está en mis manos condenar a ese muchacho. Los enamorados hallan en el cielo o el infierno en el objeto de su amor.

- Tiene razón - dijo el poeta sonriendo.

Salzman los presentó.

- Jorge Allen... el Demonio.

- Ya nos conocemos, pero ya que está: ¿por qué no compra mi alma? Sólo pido el amor de la mujer que me enloquece. Se llama Laura.

- Ya lo sé. Se la entregué hace un tiempo a otro fulano. Por eso no lo ama.

- Con razón, con razón...

- Puedo darle el amor de cualquiera otra.

- Ya lo tengo, gracias.

Allen se fue sin saludar. El hombre le mostró el culo a una vieja que pasaba.

Cerca de las cinco de la mañana, hartos de caminar, fueron a dar al Quitapenas de Nazca y Rivadavia. El hombre alto estaba deprimido por los fracasos de aquella noche. Se tomó cuatro cañas y empezó a contar chistes puercos.

- ¿Conoce el del japonés que va al infierno?

Salzman estaba a punto de regalarle el alma para que se callara.

Apareció un hombre con una guitarra. Se largó con un paso de milonga en mi menor y al rato se puso a improvisar un canto.

- Al ver a toda esta gente
en esta amable reunión
convoco a mi inspiración
con carácter de urgente.
Si entre el público presente
se encontrara un payador,
lo desafío, señor,
a tratar cualquier asunto,
en versos de contrapunto
para ver quién es mejor.

El hombre alto le quitó la guitarra y contestó en la menor.

- Soy el diablo y por lo tanto
acepto su desafío,
sepa que este canto mío
ya ha vencido al viejo Santos.
Pero yo gratis no canto,
quiero una apuesta ambiciosa.
Pregúnteme cualquier cosa,
mas, si yo contesto, le digo:
llevaré su alma conmigo
a la región Tenebrosa.

El payador no se achicó.

- Por mi alma yo se lo aceto
o si no por una copa,
no me asusta Juan Sin Ropa
pues ya ni al diablo respeto.
Pero seamos concretos,
el tema será profundo:
diga de un modo rotundo
qué siente usté en el amor
y si no invite, señor,
la vuelta pa' todo el mundo.

El diablo hizo una mueca de asco y pagó la vuelta.

A las seis en punto, pasó por el lugar Manuel Mandeb. Con aliento de azufre, el hombre alto le habló al oído.

- Le compro el alma, jefe.

- Vea, no hay nada en el mundo que me interese, salvo tener un alma. De modo que estamos ante una paradoja.

Empezó a amanecer.

- Oiga, Salzman... De hombre a hombre se lo digo... Esto no es justo: todas esas personas que hemos visto son cien veces más perversas que usted y yo juntos. Quizá sea hora de retirarme de este estúpido negocio.

- No se desespere, amigo.

- No me consuele. No olvide quién soy. Pídame lo que quiera.

Salieron de Nazca y vieron venir por la vereda a Lilí, la joven prostituta. Las luces del día la hacían todavía más hermosa. El hombre se peinó las cejas con escupida.

- De sólo verla se me encienden los siete fuegos del infierno. Tal vez no me lleve ningún alma, pero le juro que no perderé esta noche.

Salió corriendo y la encaró junto a un portón.

- Creo que estuve un poco brusco hace un rato y por eso he resuelto compensarla.

Ella lo miró con frialdad.

- ¿A qué se refiere?

- Le daré poder. Poder sobre mí.

Ahora ella miraba un cartel lejano.

- Perdón, creo que no entiendo.

- Vea, no acostumbro hacer estas cosas. Pero debo reconocer que estoy excepcionalmente impresionado por usted. Antes la traté como a todas. Ahora me gustaría tratarla como a ninguna.

La chica empezó a caminar.

- No tengo nada que ver con todo eso.

- No se vaya. Quiero estar con usted. ¿Puede entender eso?

- Sí lo entiendo, pero... Lo llamaré otro día.

- Lilí, soy yo... el del zaguán. Y para mí el único día de la eternidad es hoy.

- Pero para mí no.

- Está bien. Quizás ahora no. Digamos mañana.

- Creo que no. Estoy un poco confundida. Necesito tiempo.

El hombre encendió los ojos.

- ¿Tiempo? ¿A mí me hablas de tiempo? ¿Acaso te olvidas de quién soy?

- No sé... si no me lo explica.

- No estoy acostumbrado a dar explicaciones. Mi identidad es ostensible. Has estado conmigo y no te has dado cuenta...

- No.

- Soy Satanás, el Señor de las Tinieblas, el Príncipe de las Naciones, Lucifer, El Portador de Luz, el Adversario, el Tentador, Moloch, Belcebú, Mefistófeles, Ahrimán, Iblis... ¿Entiendes? ¡Soy el Diablo!

Hubo un trueno que hizo temblar la barriada. Ella lo apartó y lo miró con desprecio.

- Cállate de una vez, miserable gusano enamorado. ¿No ves que te estás humillando ante mí? ¿No comprendes que podría llevarte a donde yo quisiera? ¿No comprendes que podría hacerte mi esclavo, que podría obligarte a adorarme?... ¿Y sabes por qué?... Porque el Demonio, el verdadero Demonio... soy yo.

Lilí se fue canturreando una milonguita.

- Almas, quién me vende el alma...

Salzman se acercó al hombre alto.

- ¿Un cigarrillo, maestro?

- Gracias... A propósito... ¿Le debo algo?

- Por favor... Vaya con Dios.

viernes, 5 de marzo de 2010

Preso sin nombre, celda sin número - Jacobo Timerman

La celda es angosta. Cuando me paro en el centro, mirando hacia la puerta de acero, no puedo extender los brazos. Pero la celda es larga. Cuando me acuesto, puedo extender todo el cuerpo. Es una suerte, porque vengo de una celda en la cual estuve un tiempo— ¿cuánto?— encogido, sentado, acostado con las rodillas dobladas. La celda es muy alta. Saltando, no llego al techo. Las paredes blancas, recién encaladas. Seguramente había nombres, mensajes, palabras de aliento, fechas. Ahora no hay testimonios, ni vestigios. El piso de la celda está permanentemente mojado. Hay una filtración por algún lado. El colchón también está mojado. Y tengo una manta. Me dieron una manta, y para que no se humedezca la llevo siempre sobre los hombros. Pero si me acuesto con la manta encima, quedo empapado de agua en la parte que toca el colchón. Descubro que es mejor enrollar el colchón, para que una parte no toque el suelo. Con el tiempo la parte superior se seca. Pero ya no puedo acostarme, y duermo sentado. Vivo, durante todo este tiempo,—¿cuánto?— parado o sentado.

La celda tiene una puerta de acero con una abertura que deja ver una porción de la cara, o quizás un poco menos. Pero la guardia tiene orden de mantener la abertura cerrada. La luz llega desde afuera, por una pequeña rendija que sirve también de respiradero. Es el único respiradero y la única luz. Una lamparilla prendida día y noche, lo que elimina el tiempo. Produce una semipenumbra en un ambiente de aire viciado, de semi-aire.

Extraño la celda desde la cual me trajeron a ésta—¿desde dónde?—, porque tenía un gujero en el suelo para orinar y defecar. En ésta que estoy ahora tengo que llamar a la guardia para que me lleve a los baños. Es una operación complicada, y no siempre están de humor: tienen que abrir una puerta que seguramente es la entrada del pabellón donde está mi celda, cerrarla por dentro, anunciarme que van a abrir la puerta de mi celda para que yo me coloque de espaldas a ésta, vendarme los ojos, irme guiando hasta los baños, y traerme de vuelta repitiendo toda la operación. Les causa gracia a veces decirme que ya estoy sobre el pozo cuando aún no estoy. O guiarme—me llevan de una mano o me empujan por la espalda—, de modo tal que hundo una pierna en el pozo. Pero se cansan del juego, y entonces no responden al llamado. Me hago encima. Y por eso extraño la celda en la cual había un pozo en el suelo.

Me hago encima. Y entonces necesito permiso especial para lavar la ropa, y esperar desnudo en mi celda hasta que me la traigan ya seca. A veces pasan días porque— me dicen— está lloviendo. Estoy tan solo que prefiero creerles. Pero extraño mi celda con el pozo dentro. La disciplina de la guardia no es muy buena. Muchas veces algún guardia me da la comida sin vendarme los ojos. Entonces le veo la cara. Sonríe. Les fatiga hacer el trabajo de guardianes, porque también tienen que actuar de torturadores, interrogadores, realizar las operaciones de secuestro. En estas cárceles clandestinas sólo pueden actuar ellos, y deben hacer todas las tareas. Pero a cambio, tienen derecho a una parte del botín en cada arresto. Uno de los guardianes lleva mi reloj. En uno de los interrogatorios, otro de los guardianes me convida con un cigarrillo y lo prende con el encendedor de mi esposa. Supe después que tenían orden del Ejército de no robar en mi casa durante mi secuestro, pero sucumbieron a las tentaciones. Los Rolex de oro y los Dupont de oro constituían casi una obsesión de las fuerzas de seguridad argentinas en ese año de 1977.

En la noche de hoy, un guardia que no cumple con el Reglamento dejó abierta la mirilla que hay en mi puerta. Espero un tiempo a ver qué pasa, pero sigue abierta. Me abalanzo, miro hacia afuera. Hay un estrecho pasillo. y alca nzo a divisar frente a mi celda, por lo menos dos puertas más. Sí, abarco completas dos puertas. ¡Qué sensación de libertad! Todo un universo se agregó a mi Tiempo, ese largo tiempo que permanece junto a mí en la celda, conmigo, pesando sobre mí. Ese pe ligroso enemigo del hombre que es el Tiempo cuando se puede casi tocar su existencia, su perdurabilidad, su eternidad. Hay mucha luz en el pasillo. Retrocedo un poco enceguecido, pero vuelvo con voracidad. Trato de llenarme del espacio que veo. Hace mucho que no tengo sentido de las distancias y de las proporciones. Siento como si me fuera desatando. Para mirar debo apoyar la cara contra la puerta de acero, que está helada. Y a medida que pasan los minutos, se me hace insoportable el frío. Pongo toda la frente apoyada contra el acero, y el frío me hace doler la cabeza. Pero hace ya mucho tiempo—¿cuánto?—que no tengo una fiesta de espacio como ésta. Ahora apoyo la oreja, pero no se escucha ningún ruido.

Vuelvo entonces a mirar. Él está haciendo lo mismo. Descubro que en la puerta frente a la mía también está la mirilla abierta y hay un ojo. Me sobresalto: me han tendido una trampa. Está prohibido acercarse a la mirilla, y me han visto hacerlo. Retrocedo, y espero. Espero un Tiempo, y otro Tiempo, y más Tiempo. Y vuelvo a la mirilla. Él está haciendo lo mismo. Y entonces tengo que hablar de ti, de esa larga noche que pasamos juntos, en que fuiste mi hermano, mi padre, mi hijo, mi amigo. ¿O eras una mujer? Y entonces pasamos esa noche como enamorados. Eras un ojo, pero recuerdas esa noche, ¿no es cierto? Porque me dijeron que habías muerto, que eras débil del corazón y no aguantaste la “máquina”, pero no me dijeron si eras hombre o mujer. Y, sin embargo, ¿cómo puedes haber muerto, si esa noche fue cuando derrotamos a la muerte?

Tienes que recordar, es necesario que recuerdes, porque si no, me obligas a recordar por los dos, y fue tan hermoso que necesito también tu testimonio. Parpadeabas. Recuerdo perfectamente que parpadeabas, y ese aluvión de movimientos demostraba sin duda alguna que yo no era el último ser humano sobre la Tierra en un Universo de guardianes torturadores. A veces, en la celda, movía un brazo o una pierna para ver algún movimiento sin violencia, diferente a cuando los guardias me arrastraban o empujaban. Y tú parpadeabas. Fue hermoso.

Eras—¿eres? —una persona de altas cualidades humanas, y seguramente con un profundo conocimiento de la vida, porque esa noche presentaste todos los juegos; en nuestro mundo clausurado habías creado el Movimiento. De pronto te apartabas y volvías. Al principio me asustaste. Pero enseguida comprendí que recreabas la gran aventura humana del encuentro y el desencuentro. Y entonces jugué contigo. A veces volvíamos a la mirilla al mismo tiempo, y era tan sólido el sentimiento de triunfo, que parecíamos inmortales. Éramos inmortales. Volviste a asustarme una segunda vez, cuando desapareciste por un momento prolongado. Me apreté contra la mirilla, desesperado. Tenía la frente helada y en la noche fría—¿era de noche, no es cierto?—me saqué la camisa para apoyar la frente. Cuando volviste, yo estaba furioso, y seguramente viste la furia en mi ojo porque no volviste a desaparecer. Debió ser un gran esfuerzo para ti, porque unos días después, cuando me llevaban a una sesión de “máquina” escuché que un guardia le comentaba a otro que había utilizado tus muletas como leña. Pero sabes muy bien que muchas veces empleaban esas tretas para ablandarnos antes de una pasada por la “máquina”, una charla con la Susana, como decían ellos. Y yo no les creí. Te juro que no les creí. Nadie podía destruir en mí la inmortalidad que creamos juntos esa noche de amor y camaradería.

Eras— ¿eres?— muy inteligente. A mí no se me hubiera ocurrido más que mirar, y mirar, y mirar. Pero tú de pronto colocabas tu barbilla frente a la mirilla. O la boca. O parte de la frente. Pero yo estaba muy desesperado. Y muy asustado. Me aferraba a la mirilla solamente para mirar. Intenté, te aseguro, poner por un momento la mejilla, pero entonces volvía a ver el interior de la celda, y me asustaba. Era tan nítida la separación entre la vida y la soledad, que sabiendo que tú estabas ahí, no podía mirar hacia la celda, Pero tú me perdonaste, porque seguías vital y móvil. Yo entendí que me estabas consolando, y comencé a llorar. En silencio, claro. No te preocupes, sabía que no podía arriesgar ningún ruido. Pero tú viste que lloraba, ¿verdad?, lo viste sí. Me hizo bien llorar ante ti, porque sabes bien cuán triste es cuando en la celda uno se dice a sí mismo que es hora de llorar un poco, y uno llora sin armonía, con congoja, con sobresalto. Pero contigo pude llorar serena y pacíficamente. Más bien, es como si uno se dejara llorar. Como si todo se llorara en uno, y entonces podría ser una oración más que un llanto. No te imaginas cómo odiaba ese llanto entrecortado de la celda. Tú me enseñaste, esa noche, que podíamos ser Compañeros del Llanto.

viernes, 26 de febrero de 2010

Sexa

Hoy publicamos en este espacio un texto de Luis Fernando Verissimo, escritor y periodista brasileño. Me gustó porque de una manera graciosa refleja la situación de los adultos cuando se enfrentan a un niño en edad de preguntar. Digamos que es parte de mi vida cotidiana en este momento, así que me sentí muy identificado. Espero lo disfruten y sepan apreciar.

Abrazo...


-Papá...
-¿Hummmm?
-¿Cómo es el femenino de sexo?
-¿Qué?
-El femenino de sexo.
-No tiene.
-¿Sexo no tiene femenino?
-No.
-¿Sólo hay sexo masculino?
-Sí. Es decir, no. Existen dos sexos. Masculino y femenino.
-¿Y cómo es el femenino de sexo?
-No tiene femenino. Sexo es siempre masculino.
-Pero tú mismo dijiste que hay sexo masculino y femenino.
-Es sexo puede ser masculino o femenino. La palabra “sexo” es masculina.
-El sexo masculino, El sexo femenino. ¿No debería ser “la sexa”?
-No.
-¿Por qué no?
-¡Porque no! Disculpá. Porque no. “Sexo” es siempre masculino.
-¿El sexo de la mujer es masculino?
-Sí. ¡No! El sexo de la mujer es femenino.
-¿Y cómo es el femenino?
-Sexo también. Igual al del hombre.
-¿El sexo de la mujer es igual al del hombre?
-Sí. Es decir... Mirá. Hay sexo masculino y femenino. ¿No es cierto?
-Sí.
-Son dos cosas diferentes.
-Entonces, ¿cómo es el femenino de sexo?
-Es igual al masculino.
-¿Pero no son diferentes?
-No. ¡O sí! Pero la palabra es la misma. Cambia el sexo, pero no cambia la palabra.
-Pero entonces no cambia el sexo. Es siempre masculino.
-La palabra es masculina.
-No. “La palabra” es femenino. Si fuera masculino seria “el pala...”
-¡Basta! Andá a jugar.

El muchacho sale y la madre entra. El padre comenta:

-Tenemos que vigilar al gurí...
-¿Por qué?
-Sólo piensa en gramática...

jueves, 18 de febrero de 2010

Vicente Huidobro. Monumento al mar.

Paz sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas como los hombros de la multitud
Paz en el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios
Paz sobre los tambores del orgullo y las pupilas tenebrosas
Y si yo soy el traductor de las olas
Paz también sobre mí.

He aquí el molde lleno de trizaduras del destino
El molde de la venganza
Con sus frases iracundas despegándose de los labios
He aquí el molde lleno de gracia
Cuando eres dulce y estás allí hipnotizado por las estrellas

He aquí la muerte inagotable desde el principio del mundo
Porque un día nadie se paseará por el tiempo
Nadie a lo largo del tiempo empedrado de planetas difuntos

Este es el mar
El mar con sus olas propias
Con sus propios sentidos
El mar tratando de romper sus cadenas
Queriendo imitar la eternidad
Queriendo ser pulmón o neblina de pájaros en pena
O el jardín de los astros que pesan en el cielo
Sobre las tinieblas que arrastramos
O que acaso nos arrastran
Cuando vuelan de repente todas las palomas de la luna
Y se hace más oscuro que las encrucijadas de la muerte

El mar entra en la carroza de la noche
Y se aleja hacia el misterio de sus parajes profundos
Se oye apenas el ruido de las ruedas
Y el ala de los astros que penan en el cielo
Este es el mar
Saludando allá lejos la eternidad
Saludando a los astros olvidados
Y a las estrellas conocidas.

Este es el mar que se despierta como el llanto de un niño
El mar abriendo los ojos y buscando el sol con sus pequeñas manos temblorosas
El mar empujando las olas
Sus olas que barajan los destinos

Levántate y saluda el amor de los hombres

Escucha nuestras risas y también nuestro llanto
Escucha los pasos de millones de esclavos
Escucha la protesta interminable
De esa angustia que se llama hombre
Escucha el dolor milenario de los pechos de carne
Y la esperanza que renace de sus propias cenizas cada día.

También nosotros te escuchamos
Rumiando tantos astros atrapados en tus redes
Rumiando eternamente los siglos naufragados
También nosotros te escuchamos

Cuando te revuelcas en tu lecho de dolor
Cuando tus gladiadores se baten entre sí

Cuando tu cólera hace estallar los meridianos
O bien cuando te agitas como un gran mercado en fiesta
O bien cuando maldices a los hombres
O te haces el dormido
Tembloroso en tu gran telaraña esperando la presa.

Lloras sin saber por qué lloras
Y nosotros lloramos creyendo saber por qué lloramos
Sufres sufres como sufren los hombres
Que oiga rechinar tus dientes en la noche
Y te revuelques en tu lecho
Que el insomnio no te deje calmar tus sufrimientos
Que los niños apedreen tus ventanas
Que te arranquen el pelo
Tose tose revienta en sangre tus pulmones
Que tus resortes enmohezcan
Y te veas pisoteado como césped de tumba

Pero soy vagabundo y tengo miedo que me oigas
Tengo miedo de tus venganzas
Olvida mis maldiciones y cantemos juntos esta noche
Hazte hombre te digo como yo a veces me hago mar
Olvida los presagios funestos
Olvida la explosión de mis praderas
Yo te tiendo las manos como flores
Hagamos las paces te digo
Tú eres el más poderoso
Que yo estreche tus manos en las mías
Y sea la paz entre nosotros

Junto a mi corazón te siento
Cuando oigo el gemir de tus violines
Cuando estás ahí tendido como el llanto de un niño
Cuando estás pensativo frente al cielo
Cuando estás dolorido en tus almohadas
Cuando te siento llorar detrás de mi ventana
Cuando lloramos sin razón como tú lloras

He aquí el mar
El mar donde viene a estrellarse el olor de las ciudades
Con su regazo lleno de barcas y peces y otras cosas alegres
Esas barcas que pescan a la orilla del cielo
Esos peces que escuchan cada rayo de luz
Esas algas con sueños seculares
Y esa ola que canta mejor que las otras

He aquí el mar
El mar que se estira y se aferra a sus orillas
El mar que envuelve las estrellas en sus olas
El mar con su piel martirizada
Y los sobresaltos de sus venas
Con sus días de paz y sus noches de histeria

Y al otro lado qué hay al otro lado
Qué escondes mar al otro lado
El comienzo de la vida largo como una serpiente
O el comienzo de la muerte más honda que tú mismo
Y más alta que todos los montes
Qué hay al otro lado
La milenaria voluntad de hacer una forma y un ritmo
O el torbellino eterno de pétalos tronchados

He ahí el mar
El mar abierto de par en par
He ahí el mar quebrado de repente
Para que el ojo vea el comienzo del mundo
He ahí el mar
De una ola a la otra hay el tiempo de la vida
De sus olas a mis ojos hay la distancia de la muerte

viernes, 12 de febrero de 2010

Ernesto Sábato. Fragmento de "Sobre Heroes y Tumbas"

Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes... ¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora... Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tantos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos. Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?
Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece preguntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo...

Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.

¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.

Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.

Así que no se acercan, no quieren que el general advierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.
Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. "Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo", recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad. ¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y entonces da la orden de marcha hacia Jujuy.

Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte. Sus camaradas lo miran desde lejos.

Siguen con sus ojos aquella ruina querida.
Piensa Frías: "Cid de los ojos azules".
Piensa Acevedo: "Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente".
Piensa Pedernera: 'Ahí marcha hacia la muerte el general Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevando la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar".
Piensa Lacasa: "En su escudo un brazo armado sostiene una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho".

Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa "General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda".

Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: "Dolores , murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.

Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa atención, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y querido, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Buscará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se derrumba de cansancio y de fiebre.

Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.

Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora nerviosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero acaso son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha intentado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo atormentan.

Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: "¡Han matado al general!"

viernes, 5 de febrero de 2010

LA AVENTURA DEL CONOCIMIENTO Y EL APRENDIZAJE por Alejandro Dolina

La velocidad nos ayuda a apurar los tragos amargos. Pero esto no significa que siempre debamos ser veloces. En los buenos momentos de la vida, más bien conviene demorarse. Tal parece que para vivir sabiamente hay que tener más de una velocidad. Premura en lo que molesta, lentitud en lo que es placentero. Entre las cosas que parecen acelerarse figura -inexplicablemente- la adquisición de conocimientos.

En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez: "....haga el bachillerato en 6 meses, vuélvase perito mercantil en 3 semanas, avívese de golpe en 5 días, alcance el doctorado en 10 minutos....."

Quizá se supriman algunos... detalles. ¿Qué detalles? Desconfío. Yo he pasado 7 años de mi vida en la escuela primaria, 5 en el colegio secundario y 4 en la universidad. Y a pesar de que he malgastado algunas horas tirando tinteros al aire, fumando en el baño o haciendo rimas chuscas.
Y no creo que ningún genio recorra en un ratito el camino que a mí me llevó decenios.

¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el ansia de recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar. Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios.

A causa de este sentimiento algunos se hacen chorros. Otros abandonan la ingeniería para levantar quiniela. Otros se resisten a leer las historietas que continúan en el próximo número. Por esta misma ansiedad es que tienen éxito las novelas cortas, los teleteatros unitarios, los copetines al paso, las "señoritas livianas", los concursos de cantores, los libros condensados, las máquinas de tejer, las licuadoras y en general, todo aquello que no ahorre la espera y nos permita recibir mucho entregando poco.

Todos nosotros habremos conocido un número prodigioso de sujetos que quisieran ser ingenieros, pero no soportan las funciones trigonométricas. O que se mueren por tocar la guitarra, pero no están dispuestos a perder un segundo en el solfeo. O que le hubiera encantado leer a Dostoievsky, pero les parecen muy extensos sus libros.
Lo que en realidad quieren estos sujetos es disfrutar de los beneficios de cada una de esas actividades, sin pagar nada a cambio.

Quieren el prestigio y la guita que ganan los ingenieros, sin pasar por las fatigas del estudio. Quieren sorprender a sus amigos tocando "Desde el Alma" sin conocer la escala de si menor. Quieren darse aires de conocedores de literatura rusa sin haber abierto jamás un libro.

Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados de cualquier cosa.
Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente.
Gane mucho "vento" sin esfuerzo ninguno.
No me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando poco. Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el conocimiento es algo tedioso y poco deseable.
¡No señores: aprender es hermoso y lleva la vida entera!

El que verdaderamente tiene vocación de guitarrista jamás preguntará en cuanto tiempo alcanzará a acompañar la zamba de Vargas. "Nunca termina uno de aprender" reza un viejo y amable lugar común. Y es cierto, caballeros, es cierto.

Los cursos que no se dictan: Aquí conviene puntualizar algunas excepciones. No todas las disciplinas son de aprendizaje grato, y en alguna de ellas valdría la pena una aceleración. Hay cosas que deberían aprenderse en un instante. El olvido, sin ir más lejos. He conocido señores que han penado durante largos años tratando de olvidar a damas de poca monta (es un decir). Y he visto a muchos doctos varones darse a la bebida por culpa de señoritas que no valían ni el precio del primer Campari. Para esta gente sería bueno dictar cursos de olvido. "Olvide hoy, pague mañana". Así terminaríamos con tanta canalla inolvidable que anda dando vueltas por el alma de la buena gente.

Otro curso muy indicado sería el de humildad. Habitualmente se necesitan largas décadas de desengaños, frustraciones y fracasos para que un señor soberbio entienda que no es tan pícaro como él supone. Todos -el soberbio y sus víctimas- podrían ahorrarse centenares de episodios insoportables con un buen sistema de humillación instantánea.

Hay -además- cursos acelerados que tienen una efectividad probada a lo largo de los siglos. Tal es el caso de los "sistemas para enseñar lo que es bueno", "a respetar, quién es uno", etc.
Todos estos cursos comienzan con la frase "Yo te voy a enseñar" y terminan con un castañazo. Son rápidos, efectivos y terminantes.

Elogio de la ignorancia: Las carreras cortas y los cursillos que hemos venido denostando a lo largo de este opúsculo tienen su utilidad, no lo niego. Todos sabemos que hay muchos que han perdido el tren de la ilustración y no por negligencia. Todos tienen derecho a recuperar el tiempo perdido. Y la ignorancia es demasiado castigo para quienes tenían que laburar mientras uno estudiaba.

Pero los otros, los buscadores de éxito fácil y rápido, no merecen la preocupación de nadie. Todo tiene su costo y el que no quiere afrontarlo es un garronero de la vida.
De manera que aquel que no se sienta con ánimo de vivir la maravillosa aventura de aprender, es mejor que no aprenda.

Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las estaciones del subterráneo.

"Aprenda a tocar la flauta en 100 años".
"Aprenda a vivir durante toda la vida".
"Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del aprendizaje".