viernes, 26 de marzo de 2010

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.

Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.

Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.

A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

jueves, 18 de marzo de 2010

El principito se despide de su flor

Sospecho que su partida, la realizó a través de una migración de pájaros silvestres. Antes de marcharse, ordenó detalladamente su planeta. Deshollinó los volcanes en actividad con sumo cuidado, eran dos y el principito los utilizaba diariamente para calentar su desayuno. Había un tercer volcán, pero en estado de extinción. Sin embargo, como decía mi amigo: "nunca se sabe...!" y deshollinó igualmente el volcán extinguido. Si se deshollinan regularmente los volcanes, pueden evitarse las erupciones. Para la grandeza de nuestra tierra, somos demasiado minúsculos para deshollinar volcanes, es por eso que nos causan tantos disgustos.
Arrancó tristemente los últimos brotes de baobabs que se hacían visibles. Tenía la sensación de no volver jamás. Esa mañana en particular, estos trabajos de rutina le eran sumamente agradables. Regó la flor por última vez, la resguardó con el globo de las fuertes corrientes de viento, y descubrió deseo de llorar.
-Adiós-dijo a la flor.
La flor no respondió.
-Adiós-insistió el principito.
La flor tosió, pero no precisamente por padecer un resfrío.
-He sido tonta-murmuró al fin- Te pido disculpas e intenta ser feliz.
Estaba estupefacto por la ausencia de reproches. Algo paralizado, permanecía de pie junto a la flor con el globo en su mano. Intentaba comprender esa calma mansedumbre.
-Claro que te quiero!-le dijo la flor- Por mi culpa, no te has enterado de nada. Creo también que has sido tonto como yo. Guarda ese globo, ya no lo quiero.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada... Soy una flor y estoy segura que el fresco aire de la noche me hará bien.
-Y los animales...?
-Es necesario soportar dos o tres orugas si realmente deseo conocer a las mariposas. Debe ser hermoso! De lo contrario, quién vendrá a visitarme? Tú ya estarás lejos. En cuanto a los animales, tengo mis garras para defenderme, no les temo.
Lució inocentemente sus cuatro espinas. Luego dijo:
-No demores tu partida, es molesto. Si has decidido irte, pues... vete ya.
No quería que la viese llorar. Ciertamente era una flor muy orgullosa...

viernes, 12 de marzo de 2010

DIABLO (ALEJANDRO DOLINA, CRÓNICAS DEL ÁNGEL GRIS)

Todos sabemos que el túnel que pasa bajo las vías en la estación de Flores es una de las entradas del infierno.

Cierta noche de otoño, el ruso Salzman, uno de los tahúres más prometedores del barrio, estaba haciendo un solitario en uno de los bares mugrientos que existen por allí. Vino a interrumpirlo un individuo alto y flaco, vestido con ropas elegantes, pero un poco sucias.

- Buenas noches, señor, soy el Diablo.

Salzman saludó tímidamente. Estaba seguro de haber visto al Diablo otras veces, pero le pareció inadecuado mencionarlo. El hombre se acomodó en una silla y sonrió con dientes verdosos.

- Un solitario es poca cosa para un jugador como usted. Sepa que le está hablando el dueño de todas las fichas del mundo... Conozco de memoria todas las jugadas que se han repartido en la historia de los naipes. También conozco las que se repartirán en el futuro. Los dados y las ruletas me obedecen... Mi cara está en todas las barajas... Poseo la cifra secreta y fatal que han de sumar todas las generalas cuando llegue el fin de su vida...

Salzman no podía soportar aquella clase de discursos. Para ver si se callaba, lo invitó a jugar al chinchón.

- No comprende, amigo. Le estoy ofreciendo el triunfo perpetuo. Puedo hacer de sus pálpitos leyes de acero. Pero el precio de su alma - una bicoca, si me permite - le haré ganar fortunas.

- No puedo aceptar - dijo Salzman en el mismo momento en que se le trababa el solitario.

-¿Acaso le gusta perder?

- Me gusta jugar.

- Usted es un imbécil... Tiene ganado el cielo. En fin, disculpe la molestia. Si no es su alma, será cualquier otra.

Salzman sintió la tentación de humillarlo.

-¿Quiere un consejo? Váyase por donde vino... Aquí no conseguirá nada.

El hombre alto lo miró sobrándolo.

- Olvida con quién está hablando. Siempre consigo lo que me propongo.

- Vea, supongo que lo que usted pretende es corromper un alma pura. Por aquí hay muy pocas. Y además, éste es el barrio de la mala suerte. Todo sale mal.

- Hagamos una apuesta. Si consigo un alma antes del amanecer, me llevaré también la suya. Si pierdo, usted podrá pedirme lo que quiera.

Salzman juntó las cartas desparramadas.

- Usted sabe que lo que me propone es inaceptable... Pero acepto. Desde luego, tendré que acompañarlo para asegurarme de que no haga trampa.

Los dos personajes caminaron juntos por la oscuridad. Anduvieron por la plaza desierta. En la avenida se cruzaron con algunos paseantes que no sirvieron de nada porque ya estaban condenados.

Salzman estaba un poco perturbado: es que su acompañante matizaba el paseo con pequeñas crueldades. En la calle Yerbal le quitó la gorra a un pobre viejo, y en Bacacay le dio una feroz patada a un perrito negro. Cada tanto, cantaba un estribillo con voz de barítono.

- Almas, quién me vende el alma...

Caminaron hacia el norte y en Aranguren se encontraron con una prostituta de increíble hermosura. Era muy joven, casi una niña. Salzman estaba asombrado.

- Mire...

- Esto será fácil. La chica tiene hambre y aunque usted no lo crea, ésta es su primera noche. Puedo asegurarle que seré su primer cliente.

- Si usted lo dice... Pero recuerde que en este barrio todo sale mal.

El hombre alto dejó a Salzman esperando en la esquina y se acercó a la chica. Después se metieron en un oscuro zaguán.

- Me llamo Lilí - dijo ella -. Tráteme bien. Tengo mucho miedo.

Pasaron largas horas. La chica se derrumbó, extenuada y sonriente.

- Ya no tengo miedo.

Al rato salieron los dos abrazados. En medio de la calle, el hombre sacó la billetera. Salzman escuchaba escondido detrás de un árbol.

- Fue maravilloso. Este dinero es tuyo.

- No quiero nada. Lo hice por amor.

El sujeto dio media vuelta y con paso indignado se acercó a Salzman.

- Apúrese que es tarde.

Anduvieron por el Odeón, por Tío Fritz y por la Perla de Flores, donde un grupo de racionalistas les explicó que el pecado no existía, que el verdadero demonio es el que todos llevamos dentro y que en realidad no hay hombres malvados sino psicóticos, perversos, sádicos, fóbicos o histéricos. Al salir, el hombre rompió la vidriera de un ladrillazo. Después volvió a cantar.

- Almas, quién me vende el alma...

En la puerta de Bamboche vieron a Jorge Allen, el poeta, que por fin había encontrado la pena de amor definitiva. Salzman indicó que se trataba de un amigo y pidió que no se lo molestara con la condenación eterna. EL hombre se rió a carcajadas.

- No está en mis manos condenar a ese muchacho. Los enamorados hallan en el cielo o el infierno en el objeto de su amor.

- Tiene razón - dijo el poeta sonriendo.

Salzman los presentó.

- Jorge Allen... el Demonio.

- Ya nos conocemos, pero ya que está: ¿por qué no compra mi alma? Sólo pido el amor de la mujer que me enloquece. Se llama Laura.

- Ya lo sé. Se la entregué hace un tiempo a otro fulano. Por eso no lo ama.

- Con razón, con razón...

- Puedo darle el amor de cualquiera otra.

- Ya lo tengo, gracias.

Allen se fue sin saludar. El hombre le mostró el culo a una vieja que pasaba.

Cerca de las cinco de la mañana, hartos de caminar, fueron a dar al Quitapenas de Nazca y Rivadavia. El hombre alto estaba deprimido por los fracasos de aquella noche. Se tomó cuatro cañas y empezó a contar chistes puercos.

- ¿Conoce el del japonés que va al infierno?

Salzman estaba a punto de regalarle el alma para que se callara.

Apareció un hombre con una guitarra. Se largó con un paso de milonga en mi menor y al rato se puso a improvisar un canto.

- Al ver a toda esta gente
en esta amable reunión
convoco a mi inspiración
con carácter de urgente.
Si entre el público presente
se encontrara un payador,
lo desafío, señor,
a tratar cualquier asunto,
en versos de contrapunto
para ver quién es mejor.

El hombre alto le quitó la guitarra y contestó en la menor.

- Soy el diablo y por lo tanto
acepto su desafío,
sepa que este canto mío
ya ha vencido al viejo Santos.
Pero yo gratis no canto,
quiero una apuesta ambiciosa.
Pregúnteme cualquier cosa,
mas, si yo contesto, le digo:
llevaré su alma conmigo
a la región Tenebrosa.

El payador no se achicó.

- Por mi alma yo se lo aceto
o si no por una copa,
no me asusta Juan Sin Ropa
pues ya ni al diablo respeto.
Pero seamos concretos,
el tema será profundo:
diga de un modo rotundo
qué siente usté en el amor
y si no invite, señor,
la vuelta pa' todo el mundo.

El diablo hizo una mueca de asco y pagó la vuelta.

A las seis en punto, pasó por el lugar Manuel Mandeb. Con aliento de azufre, el hombre alto le habló al oído.

- Le compro el alma, jefe.

- Vea, no hay nada en el mundo que me interese, salvo tener un alma. De modo que estamos ante una paradoja.

Empezó a amanecer.

- Oiga, Salzman... De hombre a hombre se lo digo... Esto no es justo: todas esas personas que hemos visto son cien veces más perversas que usted y yo juntos. Quizá sea hora de retirarme de este estúpido negocio.

- No se desespere, amigo.

- No me consuele. No olvide quién soy. Pídame lo que quiera.

Salieron de Nazca y vieron venir por la vereda a Lilí, la joven prostituta. Las luces del día la hacían todavía más hermosa. El hombre se peinó las cejas con escupida.

- De sólo verla se me encienden los siete fuegos del infierno. Tal vez no me lleve ningún alma, pero le juro que no perderé esta noche.

Salió corriendo y la encaró junto a un portón.

- Creo que estuve un poco brusco hace un rato y por eso he resuelto compensarla.

Ella lo miró con frialdad.

- ¿A qué se refiere?

- Le daré poder. Poder sobre mí.

Ahora ella miraba un cartel lejano.

- Perdón, creo que no entiendo.

- Vea, no acostumbro hacer estas cosas. Pero debo reconocer que estoy excepcionalmente impresionado por usted. Antes la traté como a todas. Ahora me gustaría tratarla como a ninguna.

La chica empezó a caminar.

- No tengo nada que ver con todo eso.

- No se vaya. Quiero estar con usted. ¿Puede entender eso?

- Sí lo entiendo, pero... Lo llamaré otro día.

- Lilí, soy yo... el del zaguán. Y para mí el único día de la eternidad es hoy.

- Pero para mí no.

- Está bien. Quizás ahora no. Digamos mañana.

- Creo que no. Estoy un poco confundida. Necesito tiempo.

El hombre encendió los ojos.

- ¿Tiempo? ¿A mí me hablas de tiempo? ¿Acaso te olvidas de quién soy?

- No sé... si no me lo explica.

- No estoy acostumbrado a dar explicaciones. Mi identidad es ostensible. Has estado conmigo y no te has dado cuenta...

- No.

- Soy Satanás, el Señor de las Tinieblas, el Príncipe de las Naciones, Lucifer, El Portador de Luz, el Adversario, el Tentador, Moloch, Belcebú, Mefistófeles, Ahrimán, Iblis... ¿Entiendes? ¡Soy el Diablo!

Hubo un trueno que hizo temblar la barriada. Ella lo apartó y lo miró con desprecio.

- Cállate de una vez, miserable gusano enamorado. ¿No ves que te estás humillando ante mí? ¿No comprendes que podría llevarte a donde yo quisiera? ¿No comprendes que podría hacerte mi esclavo, que podría obligarte a adorarme?... ¿Y sabes por qué?... Porque el Demonio, el verdadero Demonio... soy yo.

Lilí se fue canturreando una milonguita.

- Almas, quién me vende el alma...

Salzman se acercó al hombre alto.

- ¿Un cigarrillo, maestro?

- Gracias... A propósito... ¿Le debo algo?

- Por favor... Vaya con Dios.

viernes, 5 de marzo de 2010

Preso sin nombre, celda sin número - Jacobo Timerman

La celda es angosta. Cuando me paro en el centro, mirando hacia la puerta de acero, no puedo extender los brazos. Pero la celda es larga. Cuando me acuesto, puedo extender todo el cuerpo. Es una suerte, porque vengo de una celda en la cual estuve un tiempo— ¿cuánto?— encogido, sentado, acostado con las rodillas dobladas. La celda es muy alta. Saltando, no llego al techo. Las paredes blancas, recién encaladas. Seguramente había nombres, mensajes, palabras de aliento, fechas. Ahora no hay testimonios, ni vestigios. El piso de la celda está permanentemente mojado. Hay una filtración por algún lado. El colchón también está mojado. Y tengo una manta. Me dieron una manta, y para que no se humedezca la llevo siempre sobre los hombros. Pero si me acuesto con la manta encima, quedo empapado de agua en la parte que toca el colchón. Descubro que es mejor enrollar el colchón, para que una parte no toque el suelo. Con el tiempo la parte superior se seca. Pero ya no puedo acostarme, y duermo sentado. Vivo, durante todo este tiempo,—¿cuánto?— parado o sentado.

La celda tiene una puerta de acero con una abertura que deja ver una porción de la cara, o quizás un poco menos. Pero la guardia tiene orden de mantener la abertura cerrada. La luz llega desde afuera, por una pequeña rendija que sirve también de respiradero. Es el único respiradero y la única luz. Una lamparilla prendida día y noche, lo que elimina el tiempo. Produce una semipenumbra en un ambiente de aire viciado, de semi-aire.

Extraño la celda desde la cual me trajeron a ésta—¿desde dónde?—, porque tenía un gujero en el suelo para orinar y defecar. En ésta que estoy ahora tengo que llamar a la guardia para que me lleve a los baños. Es una operación complicada, y no siempre están de humor: tienen que abrir una puerta que seguramente es la entrada del pabellón donde está mi celda, cerrarla por dentro, anunciarme que van a abrir la puerta de mi celda para que yo me coloque de espaldas a ésta, vendarme los ojos, irme guiando hasta los baños, y traerme de vuelta repitiendo toda la operación. Les causa gracia a veces decirme que ya estoy sobre el pozo cuando aún no estoy. O guiarme—me llevan de una mano o me empujan por la espalda—, de modo tal que hundo una pierna en el pozo. Pero se cansan del juego, y entonces no responden al llamado. Me hago encima. Y por eso extraño la celda en la cual había un pozo en el suelo.

Me hago encima. Y entonces necesito permiso especial para lavar la ropa, y esperar desnudo en mi celda hasta que me la traigan ya seca. A veces pasan días porque— me dicen— está lloviendo. Estoy tan solo que prefiero creerles. Pero extraño mi celda con el pozo dentro. La disciplina de la guardia no es muy buena. Muchas veces algún guardia me da la comida sin vendarme los ojos. Entonces le veo la cara. Sonríe. Les fatiga hacer el trabajo de guardianes, porque también tienen que actuar de torturadores, interrogadores, realizar las operaciones de secuestro. En estas cárceles clandestinas sólo pueden actuar ellos, y deben hacer todas las tareas. Pero a cambio, tienen derecho a una parte del botín en cada arresto. Uno de los guardianes lleva mi reloj. En uno de los interrogatorios, otro de los guardianes me convida con un cigarrillo y lo prende con el encendedor de mi esposa. Supe después que tenían orden del Ejército de no robar en mi casa durante mi secuestro, pero sucumbieron a las tentaciones. Los Rolex de oro y los Dupont de oro constituían casi una obsesión de las fuerzas de seguridad argentinas en ese año de 1977.

En la noche de hoy, un guardia que no cumple con el Reglamento dejó abierta la mirilla que hay en mi puerta. Espero un tiempo a ver qué pasa, pero sigue abierta. Me abalanzo, miro hacia afuera. Hay un estrecho pasillo. y alca nzo a divisar frente a mi celda, por lo menos dos puertas más. Sí, abarco completas dos puertas. ¡Qué sensación de libertad! Todo un universo se agregó a mi Tiempo, ese largo tiempo que permanece junto a mí en la celda, conmigo, pesando sobre mí. Ese pe ligroso enemigo del hombre que es el Tiempo cuando se puede casi tocar su existencia, su perdurabilidad, su eternidad. Hay mucha luz en el pasillo. Retrocedo un poco enceguecido, pero vuelvo con voracidad. Trato de llenarme del espacio que veo. Hace mucho que no tengo sentido de las distancias y de las proporciones. Siento como si me fuera desatando. Para mirar debo apoyar la cara contra la puerta de acero, que está helada. Y a medida que pasan los minutos, se me hace insoportable el frío. Pongo toda la frente apoyada contra el acero, y el frío me hace doler la cabeza. Pero hace ya mucho tiempo—¿cuánto?—que no tengo una fiesta de espacio como ésta. Ahora apoyo la oreja, pero no se escucha ningún ruido.

Vuelvo entonces a mirar. Él está haciendo lo mismo. Descubro que en la puerta frente a la mía también está la mirilla abierta y hay un ojo. Me sobresalto: me han tendido una trampa. Está prohibido acercarse a la mirilla, y me han visto hacerlo. Retrocedo, y espero. Espero un Tiempo, y otro Tiempo, y más Tiempo. Y vuelvo a la mirilla. Él está haciendo lo mismo. Y entonces tengo que hablar de ti, de esa larga noche que pasamos juntos, en que fuiste mi hermano, mi padre, mi hijo, mi amigo. ¿O eras una mujer? Y entonces pasamos esa noche como enamorados. Eras un ojo, pero recuerdas esa noche, ¿no es cierto? Porque me dijeron que habías muerto, que eras débil del corazón y no aguantaste la “máquina”, pero no me dijeron si eras hombre o mujer. Y, sin embargo, ¿cómo puedes haber muerto, si esa noche fue cuando derrotamos a la muerte?

Tienes que recordar, es necesario que recuerdes, porque si no, me obligas a recordar por los dos, y fue tan hermoso que necesito también tu testimonio. Parpadeabas. Recuerdo perfectamente que parpadeabas, y ese aluvión de movimientos demostraba sin duda alguna que yo no era el último ser humano sobre la Tierra en un Universo de guardianes torturadores. A veces, en la celda, movía un brazo o una pierna para ver algún movimiento sin violencia, diferente a cuando los guardias me arrastraban o empujaban. Y tú parpadeabas. Fue hermoso.

Eras—¿eres? —una persona de altas cualidades humanas, y seguramente con un profundo conocimiento de la vida, porque esa noche presentaste todos los juegos; en nuestro mundo clausurado habías creado el Movimiento. De pronto te apartabas y volvías. Al principio me asustaste. Pero enseguida comprendí que recreabas la gran aventura humana del encuentro y el desencuentro. Y entonces jugué contigo. A veces volvíamos a la mirilla al mismo tiempo, y era tan sólido el sentimiento de triunfo, que parecíamos inmortales. Éramos inmortales. Volviste a asustarme una segunda vez, cuando desapareciste por un momento prolongado. Me apreté contra la mirilla, desesperado. Tenía la frente helada y en la noche fría—¿era de noche, no es cierto?—me saqué la camisa para apoyar la frente. Cuando volviste, yo estaba furioso, y seguramente viste la furia en mi ojo porque no volviste a desaparecer. Debió ser un gran esfuerzo para ti, porque unos días después, cuando me llevaban a una sesión de “máquina” escuché que un guardia le comentaba a otro que había utilizado tus muletas como leña. Pero sabes muy bien que muchas veces empleaban esas tretas para ablandarnos antes de una pasada por la “máquina”, una charla con la Susana, como decían ellos. Y yo no les creí. Te juro que no les creí. Nadie podía destruir en mí la inmortalidad que creamos juntos esa noche de amor y camaradería.

Eras— ¿eres?— muy inteligente. A mí no se me hubiera ocurrido más que mirar, y mirar, y mirar. Pero tú de pronto colocabas tu barbilla frente a la mirilla. O la boca. O parte de la frente. Pero yo estaba muy desesperado. Y muy asustado. Me aferraba a la mirilla solamente para mirar. Intenté, te aseguro, poner por un momento la mejilla, pero entonces volvía a ver el interior de la celda, y me asustaba. Era tan nítida la separación entre la vida y la soledad, que sabiendo que tú estabas ahí, no podía mirar hacia la celda, Pero tú me perdonaste, porque seguías vital y móvil. Yo entendí que me estabas consolando, y comencé a llorar. En silencio, claro. No te preocupes, sabía que no podía arriesgar ningún ruido. Pero tú viste que lloraba, ¿verdad?, lo viste sí. Me hizo bien llorar ante ti, porque sabes bien cuán triste es cuando en la celda uno se dice a sí mismo que es hora de llorar un poco, y uno llora sin armonía, con congoja, con sobresalto. Pero contigo pude llorar serena y pacíficamente. Más bien, es como si uno se dejara llorar. Como si todo se llorara en uno, y entonces podría ser una oración más que un llanto. No te imaginas cómo odiaba ese llanto entrecortado de la celda. Tú me enseñaste, esa noche, que podíamos ser Compañeros del Llanto.