viernes, 26 de febrero de 2010

Sexa

Hoy publicamos en este espacio un texto de Luis Fernando Verissimo, escritor y periodista brasileño. Me gustó porque de una manera graciosa refleja la situación de los adultos cuando se enfrentan a un niño en edad de preguntar. Digamos que es parte de mi vida cotidiana en este momento, así que me sentí muy identificado. Espero lo disfruten y sepan apreciar.

Abrazo...


-Papá...
-¿Hummmm?
-¿Cómo es el femenino de sexo?
-¿Qué?
-El femenino de sexo.
-No tiene.
-¿Sexo no tiene femenino?
-No.
-¿Sólo hay sexo masculino?
-Sí. Es decir, no. Existen dos sexos. Masculino y femenino.
-¿Y cómo es el femenino de sexo?
-No tiene femenino. Sexo es siempre masculino.
-Pero tú mismo dijiste que hay sexo masculino y femenino.
-Es sexo puede ser masculino o femenino. La palabra “sexo” es masculina.
-El sexo masculino, El sexo femenino. ¿No debería ser “la sexa”?
-No.
-¿Por qué no?
-¡Porque no! Disculpá. Porque no. “Sexo” es siempre masculino.
-¿El sexo de la mujer es masculino?
-Sí. ¡No! El sexo de la mujer es femenino.
-¿Y cómo es el femenino?
-Sexo también. Igual al del hombre.
-¿El sexo de la mujer es igual al del hombre?
-Sí. Es decir... Mirá. Hay sexo masculino y femenino. ¿No es cierto?
-Sí.
-Son dos cosas diferentes.
-Entonces, ¿cómo es el femenino de sexo?
-Es igual al masculino.
-¿Pero no son diferentes?
-No. ¡O sí! Pero la palabra es la misma. Cambia el sexo, pero no cambia la palabra.
-Pero entonces no cambia el sexo. Es siempre masculino.
-La palabra es masculina.
-No. “La palabra” es femenino. Si fuera masculino seria “el pala...”
-¡Basta! Andá a jugar.

El muchacho sale y la madre entra. El padre comenta:

-Tenemos que vigilar al gurí...
-¿Por qué?
-Sólo piensa en gramática...

jueves, 18 de febrero de 2010

Vicente Huidobro. Monumento al mar.

Paz sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas como los hombros de la multitud
Paz en el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios
Paz sobre los tambores del orgullo y las pupilas tenebrosas
Y si yo soy el traductor de las olas
Paz también sobre mí.

He aquí el molde lleno de trizaduras del destino
El molde de la venganza
Con sus frases iracundas despegándose de los labios
He aquí el molde lleno de gracia
Cuando eres dulce y estás allí hipnotizado por las estrellas

He aquí la muerte inagotable desde el principio del mundo
Porque un día nadie se paseará por el tiempo
Nadie a lo largo del tiempo empedrado de planetas difuntos

Este es el mar
El mar con sus olas propias
Con sus propios sentidos
El mar tratando de romper sus cadenas
Queriendo imitar la eternidad
Queriendo ser pulmón o neblina de pájaros en pena
O el jardín de los astros que pesan en el cielo
Sobre las tinieblas que arrastramos
O que acaso nos arrastran
Cuando vuelan de repente todas las palomas de la luna
Y se hace más oscuro que las encrucijadas de la muerte

El mar entra en la carroza de la noche
Y se aleja hacia el misterio de sus parajes profundos
Se oye apenas el ruido de las ruedas
Y el ala de los astros que penan en el cielo
Este es el mar
Saludando allá lejos la eternidad
Saludando a los astros olvidados
Y a las estrellas conocidas.

Este es el mar que se despierta como el llanto de un niño
El mar abriendo los ojos y buscando el sol con sus pequeñas manos temblorosas
El mar empujando las olas
Sus olas que barajan los destinos

Levántate y saluda el amor de los hombres

Escucha nuestras risas y también nuestro llanto
Escucha los pasos de millones de esclavos
Escucha la protesta interminable
De esa angustia que se llama hombre
Escucha el dolor milenario de los pechos de carne
Y la esperanza que renace de sus propias cenizas cada día.

También nosotros te escuchamos
Rumiando tantos astros atrapados en tus redes
Rumiando eternamente los siglos naufragados
También nosotros te escuchamos

Cuando te revuelcas en tu lecho de dolor
Cuando tus gladiadores se baten entre sí

Cuando tu cólera hace estallar los meridianos
O bien cuando te agitas como un gran mercado en fiesta
O bien cuando maldices a los hombres
O te haces el dormido
Tembloroso en tu gran telaraña esperando la presa.

Lloras sin saber por qué lloras
Y nosotros lloramos creyendo saber por qué lloramos
Sufres sufres como sufren los hombres
Que oiga rechinar tus dientes en la noche
Y te revuelques en tu lecho
Que el insomnio no te deje calmar tus sufrimientos
Que los niños apedreen tus ventanas
Que te arranquen el pelo
Tose tose revienta en sangre tus pulmones
Que tus resortes enmohezcan
Y te veas pisoteado como césped de tumba

Pero soy vagabundo y tengo miedo que me oigas
Tengo miedo de tus venganzas
Olvida mis maldiciones y cantemos juntos esta noche
Hazte hombre te digo como yo a veces me hago mar
Olvida los presagios funestos
Olvida la explosión de mis praderas
Yo te tiendo las manos como flores
Hagamos las paces te digo
Tú eres el más poderoso
Que yo estreche tus manos en las mías
Y sea la paz entre nosotros

Junto a mi corazón te siento
Cuando oigo el gemir de tus violines
Cuando estás ahí tendido como el llanto de un niño
Cuando estás pensativo frente al cielo
Cuando estás dolorido en tus almohadas
Cuando te siento llorar detrás de mi ventana
Cuando lloramos sin razón como tú lloras

He aquí el mar
El mar donde viene a estrellarse el olor de las ciudades
Con su regazo lleno de barcas y peces y otras cosas alegres
Esas barcas que pescan a la orilla del cielo
Esos peces que escuchan cada rayo de luz
Esas algas con sueños seculares
Y esa ola que canta mejor que las otras

He aquí el mar
El mar que se estira y se aferra a sus orillas
El mar que envuelve las estrellas en sus olas
El mar con su piel martirizada
Y los sobresaltos de sus venas
Con sus días de paz y sus noches de histeria

Y al otro lado qué hay al otro lado
Qué escondes mar al otro lado
El comienzo de la vida largo como una serpiente
O el comienzo de la muerte más honda que tú mismo
Y más alta que todos los montes
Qué hay al otro lado
La milenaria voluntad de hacer una forma y un ritmo
O el torbellino eterno de pétalos tronchados

He ahí el mar
El mar abierto de par en par
He ahí el mar quebrado de repente
Para que el ojo vea el comienzo del mundo
He ahí el mar
De una ola a la otra hay el tiempo de la vida
De sus olas a mis ojos hay la distancia de la muerte

viernes, 12 de febrero de 2010

Ernesto Sábato. Fragmento de "Sobre Heroes y Tumbas"

Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes... ¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora... Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tantos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos. Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?
Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece preguntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo...

Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.

¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.

Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.

Así que no se acercan, no quieren que el general advierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.
Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. "Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo", recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad. ¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y entonces da la orden de marcha hacia Jujuy.

Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte. Sus camaradas lo miran desde lejos.

Siguen con sus ojos aquella ruina querida.
Piensa Frías: "Cid de los ojos azules".
Piensa Acevedo: "Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente".
Piensa Pedernera: 'Ahí marcha hacia la muerte el general Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevando la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar".
Piensa Lacasa: "En su escudo un brazo armado sostiene una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho".

Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa "General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda".

Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: "Dolores , murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.

Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa atención, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y querido, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Buscará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se derrumba de cansancio y de fiebre.

Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.

Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora nerviosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero acaso son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha intentado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo atormentan.

Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: "¡Han matado al general!"

viernes, 5 de febrero de 2010

LA AVENTURA DEL CONOCIMIENTO Y EL APRENDIZAJE por Alejandro Dolina

La velocidad nos ayuda a apurar los tragos amargos. Pero esto no significa que siempre debamos ser veloces. En los buenos momentos de la vida, más bien conviene demorarse. Tal parece que para vivir sabiamente hay que tener más de una velocidad. Premura en lo que molesta, lentitud en lo que es placentero. Entre las cosas que parecen acelerarse figura -inexplicablemente- la adquisición de conocimientos.

En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez: "....haga el bachillerato en 6 meses, vuélvase perito mercantil en 3 semanas, avívese de golpe en 5 días, alcance el doctorado en 10 minutos....."

Quizá se supriman algunos... detalles. ¿Qué detalles? Desconfío. Yo he pasado 7 años de mi vida en la escuela primaria, 5 en el colegio secundario y 4 en la universidad. Y a pesar de que he malgastado algunas horas tirando tinteros al aire, fumando en el baño o haciendo rimas chuscas.
Y no creo que ningún genio recorra en un ratito el camino que a mí me llevó decenios.

¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el ansia de recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar. Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios.

A causa de este sentimiento algunos se hacen chorros. Otros abandonan la ingeniería para levantar quiniela. Otros se resisten a leer las historietas que continúan en el próximo número. Por esta misma ansiedad es que tienen éxito las novelas cortas, los teleteatros unitarios, los copetines al paso, las "señoritas livianas", los concursos de cantores, los libros condensados, las máquinas de tejer, las licuadoras y en general, todo aquello que no ahorre la espera y nos permita recibir mucho entregando poco.

Todos nosotros habremos conocido un número prodigioso de sujetos que quisieran ser ingenieros, pero no soportan las funciones trigonométricas. O que se mueren por tocar la guitarra, pero no están dispuestos a perder un segundo en el solfeo. O que le hubiera encantado leer a Dostoievsky, pero les parecen muy extensos sus libros.
Lo que en realidad quieren estos sujetos es disfrutar de los beneficios de cada una de esas actividades, sin pagar nada a cambio.

Quieren el prestigio y la guita que ganan los ingenieros, sin pasar por las fatigas del estudio. Quieren sorprender a sus amigos tocando "Desde el Alma" sin conocer la escala de si menor. Quieren darse aires de conocedores de literatura rusa sin haber abierto jamás un libro.

Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados de cualquier cosa.
Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente.
Gane mucho "vento" sin esfuerzo ninguno.
No me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando poco. Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el conocimiento es algo tedioso y poco deseable.
¡No señores: aprender es hermoso y lleva la vida entera!

El que verdaderamente tiene vocación de guitarrista jamás preguntará en cuanto tiempo alcanzará a acompañar la zamba de Vargas. "Nunca termina uno de aprender" reza un viejo y amable lugar común. Y es cierto, caballeros, es cierto.

Los cursos que no se dictan: Aquí conviene puntualizar algunas excepciones. No todas las disciplinas son de aprendizaje grato, y en alguna de ellas valdría la pena una aceleración. Hay cosas que deberían aprenderse en un instante. El olvido, sin ir más lejos. He conocido señores que han penado durante largos años tratando de olvidar a damas de poca monta (es un decir). Y he visto a muchos doctos varones darse a la bebida por culpa de señoritas que no valían ni el precio del primer Campari. Para esta gente sería bueno dictar cursos de olvido. "Olvide hoy, pague mañana". Así terminaríamos con tanta canalla inolvidable que anda dando vueltas por el alma de la buena gente.

Otro curso muy indicado sería el de humildad. Habitualmente se necesitan largas décadas de desengaños, frustraciones y fracasos para que un señor soberbio entienda que no es tan pícaro como él supone. Todos -el soberbio y sus víctimas- podrían ahorrarse centenares de episodios insoportables con un buen sistema de humillación instantánea.

Hay -además- cursos acelerados que tienen una efectividad probada a lo largo de los siglos. Tal es el caso de los "sistemas para enseñar lo que es bueno", "a respetar, quién es uno", etc.
Todos estos cursos comienzan con la frase "Yo te voy a enseñar" y terminan con un castañazo. Son rápidos, efectivos y terminantes.

Elogio de la ignorancia: Las carreras cortas y los cursillos que hemos venido denostando a lo largo de este opúsculo tienen su utilidad, no lo niego. Todos sabemos que hay muchos que han perdido el tren de la ilustración y no por negligencia. Todos tienen derecho a recuperar el tiempo perdido. Y la ignorancia es demasiado castigo para quienes tenían que laburar mientras uno estudiaba.

Pero los otros, los buscadores de éxito fácil y rápido, no merecen la preocupación de nadie. Todo tiene su costo y el que no quiere afrontarlo es un garronero de la vida.
De manera que aquel que no se sienta con ánimo de vivir la maravillosa aventura de aprender, es mejor que no aprenda.

Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las estaciones del subterráneo.

"Aprenda a tocar la flauta en 100 años".
"Aprenda a vivir durante toda la vida".
"Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del aprendizaje".