viernes, 28 de mayo de 2010

Una excursion a los indios ranqueles

...Me allegué al fogón, saludé dando las buenas noches, se pusieron todos de pie, menos el cuarterón; me hicieron lugar y me senté.
El espía había referido su vida con una ingenuidad y un cinismo que revelaba a todas luces cuán familiarizado estaba con el crimen. Robar, matar o morir había sido lo mismo para él.
-¿Conque conoces al coronel Murga? -le pregunté.
-Sí, le conozco -me contestó.
Pero no cambió de postura, ni se movió siquiera. Conocía el terreno; sabía que allí éramos todos iguales, que podía ser desatento y hasta irrespetuoso.
-¿Y qué cara tiene?
Me describió la fisonomía de Julián, su estatura.
-¿Dónde le has conocido?
-En Patagones.
Me explicó a su modo dónde quedaba.
-¿Y cómo has ido a Patagones?
-Por el camino.
-¿Por qué camino?
-Por el que sale de lo de Calfucurá.
-¿Y cuántos ríos pasaste?
-Dos.
-¿Cuáles?
-El Colorado y el Negro.
-¿Sabes leer?
-No.
-¿Cómo te llamas?
-Uchaimañé (ojos grandes).
-Te pregunto tu nombre de cristiano.
-Se me ha olvidado.
-¿Se te ha olvidado...?
-Sí.
-¿Quieres irte conmigo?
-¿Para qué?
-Para no llevar la vida miserable que llevas.
-¿Me harán soldado?
No le contesté.
El prosiguió:
-Aquí no se vive tan mal, tengo libertad, hago lo que quiero, no me falta qué comer.
-Eres un bandido -le dije; me levanté, abandoné el fogón y me apresté a dormir.
La tertulia se deshizo, el cuarterón se quedó como una salamandra al lado del fuego. Los perros le rodearon lanzándose famélicos sobre los restos de la cena. Refunfuñaban, se mordían, se quitaban la presa unos a los otros.
El espía permanecía inmóvil entre ellos. Tomó un hueso disputado y se lo dio a uno de los más flacos acariciándolo.
Noté aquello y me abismé en reflexiones morales sobre el carácter de la humanidad.
El hombre que no había tenido una palabra, un gesto de atención para mí, que se había mostrado hasta soberbio en medio de su desnudez, tenía un acto de generosidad y un movimiento de compasión para un hambriento y ese hambriento era un perro.
Yo le había creído peor de lo que era.
Así son todos nuestros juicios, imperfectos como nuestra propia naturaleza.
Cuando no fallan porque consideramos a los demás inferiores a nosotros mismos, fallan porque no los hemos examinado con detención. Y cuando no fallan por alguna de esas dos razones, fallan porque faltos de caridad, no tenemos presentes las palabras de la Imitación de Cristo :
-Si tuvieses algo bueno, piensa que son mejores los otros.
¿Quién era aquel hombre? Un desconocido. ¿Qué vida había llevado? La de un aventurero. ¿Cuál había sido su teatro, qué espectáculos había presenciado? Los campos de batalla, la matanza y el robo. ¿Qué nociones del bien y del mal tenía? Ningunas. ¿Qué instintos? ¿Era intrínsecamente malo? ¿Era susceptible de compadecerse del hambre o de la sed de uno de sus semejantes? No es permitido dudarlo después de haberle visto, entre las tinieblas, sentado cerca del moribundo fogón, sin más testigos que sus pensamientos, apiadarse de un perro, que por su flacura y su debilidad parecía condenado a presenciar con avidez el nocturno festín de sus compañeros.
¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser; si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiera sido oscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta olvidar el que primitivamente tuviera?
Si jamás hubiera vivido en sociedad, aprendiendo desde que tuve uso de razón a confundir mi interés particular con el interés general, que es la base de nuestra moral, ¿sería yo mejor que ese hombre?, me pregunté por segunda vez.
Si no fuera el miedo del castigo, que unas veces es la reprobación, y otras los suplicios de la ley, ¿sería yo mejor que ese hombre?, me pregunté por tercera vez.
No me atreví a contestarme. Nada me ha parecido más audaz que Juan Jacobo Rousseau, exclamando:
"Yo, sólo yo conozco mi corazón y a los hombres. No soy como los demás que he visto, y me atrevo a decir que no me parezco a ninguno de los que existen. Si no valgo más que ellos, no soy como ellos. Si la naturaleza ha hecho bien o mal en romper el molde en que me fundió, no puede saberse sino leyéndome".
Eché la última mirada al fogón.
El cuarterón atizaba el fuego maquinalmente con una mano, y con la otra acariciaba al perro flaco, que apoyado sobre las patas traseras dobladas y sujetando con las delanteras estiradas un zoquete, en el que clavaba los dientes hasta hacer crujir el hueso, miraba a derecha e izquierda con inquietud, como temiendo que le arrebataran su presa. Una llama vacilante, iluminaba con cambiantes el claro oscuro de la cara patibularia. Me dio lástima y no me pareció tan fea.
Hacía fresco.
Me acerqué a él y le pregunté:
-¿No tienes frío?
-Un poco -me contestó, mirándome con fijeza por primera vez, al mismo tiempo que le aplicaba una fuerte palmada a su protegido, que al aproximarme gruñó, mostrando los colmillos.
Una calma completa reinaba en derredor: todos dormían, oyéndose sólo la respiración cadenciosa de mi gente.
La luna rompía en ese momento un negro celaje, y eclipsando la luz de las últimas brasas del fogón iluminaba con sus tímidos fulgores aquella escena silenciosa, en que la civilización y la barbarie se confundían, durmiendo en paz al lado del hediondo y desmantelado toldo del cacique Baigorrita, todos los que me acompañaban, oficiales, frailes y soldados.
Cuidando de no pisarle a alguno la cabeza, el cuerpo o los pies, busqué el sitio donde habían acomodado mi montura. Estaba a la cabecera de mi cama. Saqué de ella un poncho calamaco, volví al fogón y se lo di al espía de Calfucurá, cuyos grasientos pies lamía el hambriento perro, diciéndole:
-Toma, tápate.
-Gracias -me contestó tomándolo.

viernes, 21 de mayo de 2010

"La Hormiga", Marco Denevi (1969)

  Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo.


        Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita:


        “Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores...”


        Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.


(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

viernes, 14 de mayo de 2010

Modesta y caprichosa Guía para viajar en el tiempo. Autor desconoido.

Querido lector, tomará poco “tiempo”. No le puedo prometer que ese tiempo será efímero y veloz como la mirada prudente de los amantes prohibidos. Tampoco me animaría a prometerle una elevación de su alma luego de esta lectura. Tal ves estas ideas hoy sean anacrónicas, y el tiempo se haya esfumado como aquel crepúsculo vivido en soledad. No puedo prometer. Solo permítase, y ayúdeme a soñar.

Lo invito a despojarse de toda creencia formada sobre la ciencia metodológica y cotidiana que nos asfixia. A olvidar por poco “tiempo” todo basamento de su fe religiosa que lo asiste en estos momentos. Solo se requiere capacidad para soñar y fe en uno mismo.

Me veo en la obligación de advertirlo respecto de la “modestia” de esta guía. Es tan modesta que una vez que viaje en el tiempo, solo le brindará exiguos consejos para manejarse en esa dimensión. Tal es la modestia que cubre este escrito que no pretenda encontrar un “paso a paso” como las guías a las que tal vez Ud. pudiera estar acostumbrado. Escrutar y seguir esta guía requiere que el lector (Ud. mi querido lector) haga un esfuerzo de proporciones. Después no resople quejándose, se lo advertí es apenas una modesta guía. Y el mote de guía tal vez sea uno de los tantos caprichos…

Los caprichos responden a simples circunstancias que influencian el estado de ánimo de este autor. Los hay por doquier a lo largo de esta guía, no se exalte ya los descubrirá.

A esta altura Ud. se preguntará como es que viajaremos en el tiempo. Tal vez su imaginación, puesta al servicio del seguimiento de esta guía, ya esté elucubrando metales, cables, destellos, luces, humos. No pierda “tiempo” (no tenemos demasiado…), solo “permítase soñar”. Solo con desearlo intensamente, tenga fe en que una divinidad le permitirá viajar en el tiempo. Un fuerte deseo, un abrir y cerrar de ojos y habrá viajado en el tiempo.

Si ha llegado hasta aquí hay dos posibilidades, curiosidad (muy a mi pesar) o sentidas ganas de explorar un viaje en el “tiempo”.

Supongamos que ya ha predispuesto su espíritu para viajar en el “tiempo”, no podremos avanzar sin antes formular una consulta de rigor. Hacia donde quisiera, Ud. mi querido lector, viajar: al “PASADO” o al “FUTURO”. Le pido las disculpas del caso, tal vez Ud. ya intuyó hacia donde vamos, o tal vez Ud. ya pergenio en sus pensamientos más profundos hacia donde desea experimentar la transportación. Es una pregunta de rigor, no olvide que este escrito pretende el mote de guía.

Permítaseme el capricho (al menos literario) de adivinar que sus profundas intensiones son viajar al pasado. Y discúlpeme querido lector que insista con las preguntas: “Pensó para que quería viajar al pasado”.
Si aún no ha resuelto en sus foros más íntimos el para qué quería viajar al pasado, permítame que lo ayude. Y espero pueda disculparme si no encuentro cuestiones mundanas y cotidianas para incitarlo al viaje. No pierda de vista la modestia y el capricho que identifican cada párrafo de esta guía.

Motivo Primero y Único
Regresar a un momento que añora. Que atesora en lo más profundo de su alma. Un momento del cual siente profunda nostalgia, sin tristeza. Mucha nostalgia. En este momento el idioma no me acompaña, o tal vez no encuentro un vocablo lo suficientemente significativo. Para ser más claros, y no malgastar el “tiempo”, pongámoslo en estos términos: Regresar a un momento por el que siente “saudades”. Inconfundibles “saudades”.

Si ya descubrió ese momento al cual quiere retornar, comience a procesar la fe en este método, entorne los párpados, sienta el batir de su alma acompasada con el propio corazón, y viaje…

Si ya llegó a ese momento tal vez lo embargue el “desasosiego”, es natural. Está allí, y nunca imaginó ni en sueños que volvería. Pero está allí.

Consejo: disponga todos los sentidos y regocije su espíritu. Complazca su olfato y nútrase de los “sutiles aromas” que inundan la estancia. Llene sus pupilas con esas “facciones” olvidadas en efímeros recuerdos. Deguste el sabor de esos besos tiernos y prohibidos que no se concretaron. Escuche el silencio que emana aquella “imagen” añorada. No sienta el “vacío” que otrora lo invadía, aún le queda el sentido que brota del alma y le puede resguardar y cobijar en este momento de “ensueño”.

Querido lector, si aún mantiene indemne la fe en Ud. mismo y en esta modesta guía podrá repetir los viajes para cada uno de los momentos que le provocan esa dulce “melancolía”, y que aún con el paso del tiempo son incapaces de “desvanecerse”.

Aclaración: el motivo del viaje es único, por cuanto haber colocado una colección de motivos hizo temer a este autor por la posibilidad de entrar en la debilidad de querer viajar para reparar cuestiones más corrientes que las meramente sentimentales. También por capricho.

Despedida: hizo bien en escoger el viaje al PASADO, dejemos el viaje al FUTURO para que el destino, sólo el destino nos conduzca sin prisa…

Mi ofrenda por su atención es dedicarle esta guía para que la use, junto a su imaginación, a discreción para vivir esos momentos del ayer, con el corazón latiendo al ritmo de hoy.

viernes, 7 de mayo de 2010

Fragmento del Anatomista

La impresión que se formó Mateo Colón de la enferma fue, en primera instancia, que se trataba de una mujer infinitamente bella y, en segundo lugar, que no era aquella ninguna enfermedad frecuente. Inés estaba tendida en la cama, exánime e inconsciente. Examinó sus ojos y su garganta. Palpó su cabeza e inspeccionó sus oídos. El abad seguía los movimientos del médico con desconfiada curiosidad. Palpó sus tobillos y sus muñecas y rogó al abad que lo dejase a solas con la enferma junto a su "discípulo", Bertino. No sin alguna preocupación, el abad abandonó la alcoba.

Mateo Colón pidió a Bertino que lo ayudara a desvestir a la paciente. Quizá nadie sospechara siquiera que debajo de aquellas austeras ropas existía una mujer de una belleza extraordinaria, hecho que testimoniaban las manos del discípulo, que temblaban como una hoja al retirar cada prenda.

-¿Acaso nunca has visto una mujer desnuda? -preguntó Mateo Colón a Bertino no sin cierta malicia, haciéndole notar, de paso, que podía convertirse en el delator del espía del decano.

-Sí, las he visto... pero no con vida... -titubeó Bertino.

-Pues te recuerdo que lo que estas viendo no es una mujer, sino una enferma -marcando en la pronunciación la diferencia entre ambas entidades.

En rigor, Mateo Colón tampoco había podido sustraerse a la belleza de su paciente, pero tenía el pulso experimentado, suficiente para no manifestar ninguna turbación. E, inclusive, sabía que un médico debía hacer caso de las impresiones subjetivas: intuía que su inquietud y su perturbación no eran ajenas a la enfermedad de su paciente. Examinó el tono muscular del vientre y el ritmo de la respiración. Viendo que Bertino demoraba con su tarea, ordenó a su discípulo que terminara de una vez de quitar las ropas de la enferma. En el mismo momento en que el anatomista se disponía a tomar el pulso, Bertino prorrumpió en un grito de espanto.

-¡Es un hombre! ¡Es un hombre! -vociferaba a la vez que se santiguaba e invocaba a todos los santos del cielo-. ¡El poder de Dios sea conmigo! -imploraba con una mueca de terror.

Mateo Colón pensó que Bertino se había vuelto completamente loco. El maestro se incorporó e intentó calmar a su discípulo, cuando, para su estupor, pudo ver entre las piernas de la enferma, una perfecta, erecta y diminuta verga.

El anatomista conminó a su discípulo a que dejara de gritar. Ciertamente, aquel descubrimiento, fuere lo que fuere, ponía en peligro la vida -ya lo suficientemente frágil- de la enferma. Mateo Colón recordó de inmediato un caso que, cincuenta años antes, había conducido a la hoguera a un hombre que presentaba la apariencia de una mujer y que, aprovechando sus facciones femeninas, ejercía la prostitución. Sin embargo, Inés de Torremolinos presentaba una anatomía enteramente femenina y, por cierto, sus tres hijas eran fiel testimonio de su no menos femenina fisiología. Sin embargo, frente a las narices atónitas del maestro y su discípulo, allí estaba aquel pequeño órgano erecto, señalando al centro de sus ojos alelados abiertos como dos pares de florines de oro.

La hipótesis que mejor se ajustaba a la situación era la del hermafroditismo. Las antiguas crónicas de los médicos árabes y egipcios relataban numerosos casos de seres que presentaban los dos sexos en un mismo cuerpo. El mismo anatomista había podido comprobar un caso de hermafroditismo en un perro. Sin embargo, esta última conjetura tampoco se ajustaba a los hechos: la característica común que señalaban todas las crónicas médicas no dejaba dudas acerca de que tal anomalía significaba la atrofia completa de ambos órganos sexuales, los masculinos y los femeninos, siendo en consecuencia imposible la reproducción. Además de los tres vástagos que Inés de Torremolinos había traído al mundo, era evidente que aquel pequeño órgano no se mostraba en absoluto atrofiado; al contrario, estaba inflamado, palpitante y húmedo.

Llevado por la pura intuición, el anatomista tomó entre el índice y el pulgar aquella innominada parte y, con el índice de la otra mano, comenzó a frotar suavemente el diminuto "glande", rojo e inflamado. La primera reacción que Mateo Colón pudo comprobar fue que toda la musculatura del cuerpo de la enferma -que hasta entonces permanecía completamente laxa- cobró una súbita e involuntaria tensión, a la vez que aquel órgano aumentaba un poco más en tamaño y se conmovía en breves contracciones.

-¡Se mueve! -gritó Bertino.

-¡Silencio! ¿O acaso quieres enterar al abad?

Mateo Colón no dejaba de frotar entre sus dedos aquella protuberancia, como quien frota una rama contra una piedra para obtener fuego. De pronto, como si finalmente hubiese conseguido encender la chispa de la hoguera, todo el cuerpo de Inés se conmovió en una gran convulsión que le hizo levantar las caderas, quedando sostenida por los tobillos y la nuca, semejando un arco. Poco a poco, su cintura empezó a moverse, siguiendo la regularidad, el ritmo de los dedos del anatomista. La respiración de Inés se agitó; el corazón, se diría, le galopaba dentro del pecho y todo su cuerpo brilló súbitamente con un sudor general, reproduciendo, en virtud de aquella frotación que le prodigaba el anatomista, cada uno de los penosos síntomas que la sobresaltaban por las noches. Sin embargo, pese a que Inés se mantenía inconsciente, no se diría que aquella sesión le resultara, precisamente, penosa. La respiración de Inés fue cobrando un sonido ahogado que devino en un jadeo sonoro. Su exánime gesto se transformó en una mueca lasciva: la boca, entreabierta, dejaba ver la lengua agitándose entre las comisuras de los labios.

Bertino, el discípulo, se persignó. No alcanzaba a descifrar si aquello era un exorcismo o si, al contrario, su maestro, estaba metiendo el diablo en el cuerpo de Inés. Casi cae desmayado al ver que, de pronto, la enferma abrió los ojos, miró en derredor, y, totalmente en sí, se entregó a la diabólica ceremonia del anatomista. Los pezones de Inés se habían inflamado y erguido y ahora ella misma se los frotaba con sus propios dedos sin dejar de mirar al desconocido con lascivia, a la vez que musitaba unas palabras ininteligibles en español.

Se diría que Inés había pasado de la agonía al frenesi veneris. Totalmente consciente -si así pudiera decirse-, Inés se asió al travesaño de la cabecera de su rústica cama.

Entre ayes, convulsiones y "cómo os atrevéis" admonitoriamente suspirados, Inés dejaba hacer.

-¿Cómo os atrevéis? -murmuraba a la vez que se pasaba su propia lengua por los pezones-. Que soy mujer casta -decía y se humedecía los dedos en los labios.

-¿Cómo os atrevéis? -suspiraba y entonces abría las piernas cuanto podía-. Que soy madre de tres -decía sin dejar de frotarse los pezones y que "cómo os atrevéis", imploraba y entonces dejaba hacer.

La del anatomista no era una tarea fácil; por un lado debía sustraerse a la contagiosa excitación de la enferma y, por otro, evitar que esa misma excitación declinara. Además, Bertino -que no dejaba de persignarse- no cesaba de hacer preguntas, exclamaciones y hasta se permitió amonestar a su maestro:

-¡Cometéis sacrilegio, profanación!

-Quieres cerrar la boca y sujetar los brazos -obnubilado como estaba, Bertino obedeció.

-¡Los míos no, idiota, los de la enferma!

-¿Cómo os atrevéis? -susurraba Inés-. Que soy mujer viuda -decía y entonces balanceaba las caderas embistiendo la mano del anatomista.

-¿Cómo os atrevéis? -lloriqueaba-. Que vosotros sois dos hombres y yo una pobre mujer indefensa -decía y entonces estiraba la mano hacia la verga del discípulo, cuyas imploraciones a Dios no impedían que empezara a ponerse un poco tiesa, lo cual, por cierto, le aseguraba al anatomista el silencio de Bertino.- ¿Cómo os atrevéis? -murmuraba Inés-. Que ni siquiera os he visto nunca antes...