jueves, 24 de junio de 2010

José Saramago. Na ilha por vezes habitada, "Provavelmente alegria", 1985

En la isla a veces habitada de lo que somos, hay noches, mañanas y madrugadas en que no necesitamos morir.
En ese momento sabemos todo lo que fue y será.
El mundo se nos aparece explicado definitivamente y entra en nosotros una gran serenidad, y se dicen las palabras que la significan.
Levantamos un puñado de tierra y la apretamos en las manos. Con dulzura.
Allí está toda la verdad soportable: el contorno, la voluntad y los límites.
Podemos en ese momento decir que somos libres, con la paz y con la sonrisa de quien se reconoce y viajó alrededor del mundo infatigable, porque mordió el alma hasta sus huesos.
Liberemos sin apuro la tierra donde ocurren milagros como el agua, la piedra y la raíz.
Cada uno de nosotros es en este momento la vida.
Que eso nos baste.

viernes, 28 de mayo de 2010

Una excursion a los indios ranqueles

...Me allegué al fogón, saludé dando las buenas noches, se pusieron todos de pie, menos el cuarterón; me hicieron lugar y me senté.
El espía había referido su vida con una ingenuidad y un cinismo que revelaba a todas luces cuán familiarizado estaba con el crimen. Robar, matar o morir había sido lo mismo para él.
-¿Conque conoces al coronel Murga? -le pregunté.
-Sí, le conozco -me contestó.
Pero no cambió de postura, ni se movió siquiera. Conocía el terreno; sabía que allí éramos todos iguales, que podía ser desatento y hasta irrespetuoso.
-¿Y qué cara tiene?
Me describió la fisonomía de Julián, su estatura.
-¿Dónde le has conocido?
-En Patagones.
Me explicó a su modo dónde quedaba.
-¿Y cómo has ido a Patagones?
-Por el camino.
-¿Por qué camino?
-Por el que sale de lo de Calfucurá.
-¿Y cuántos ríos pasaste?
-Dos.
-¿Cuáles?
-El Colorado y el Negro.
-¿Sabes leer?
-No.
-¿Cómo te llamas?
-Uchaimañé (ojos grandes).
-Te pregunto tu nombre de cristiano.
-Se me ha olvidado.
-¿Se te ha olvidado...?
-Sí.
-¿Quieres irte conmigo?
-¿Para qué?
-Para no llevar la vida miserable que llevas.
-¿Me harán soldado?
No le contesté.
El prosiguió:
-Aquí no se vive tan mal, tengo libertad, hago lo que quiero, no me falta qué comer.
-Eres un bandido -le dije; me levanté, abandoné el fogón y me apresté a dormir.
La tertulia se deshizo, el cuarterón se quedó como una salamandra al lado del fuego. Los perros le rodearon lanzándose famélicos sobre los restos de la cena. Refunfuñaban, se mordían, se quitaban la presa unos a los otros.
El espía permanecía inmóvil entre ellos. Tomó un hueso disputado y se lo dio a uno de los más flacos acariciándolo.
Noté aquello y me abismé en reflexiones morales sobre el carácter de la humanidad.
El hombre que no había tenido una palabra, un gesto de atención para mí, que se había mostrado hasta soberbio en medio de su desnudez, tenía un acto de generosidad y un movimiento de compasión para un hambriento y ese hambriento era un perro.
Yo le había creído peor de lo que era.
Así son todos nuestros juicios, imperfectos como nuestra propia naturaleza.
Cuando no fallan porque consideramos a los demás inferiores a nosotros mismos, fallan porque no los hemos examinado con detención. Y cuando no fallan por alguna de esas dos razones, fallan porque faltos de caridad, no tenemos presentes las palabras de la Imitación de Cristo :
-Si tuvieses algo bueno, piensa que son mejores los otros.
¿Quién era aquel hombre? Un desconocido. ¿Qué vida había llevado? La de un aventurero. ¿Cuál había sido su teatro, qué espectáculos había presenciado? Los campos de batalla, la matanza y el robo. ¿Qué nociones del bien y del mal tenía? Ningunas. ¿Qué instintos? ¿Era intrínsecamente malo? ¿Era susceptible de compadecerse del hambre o de la sed de uno de sus semejantes? No es permitido dudarlo después de haberle visto, entre las tinieblas, sentado cerca del moribundo fogón, sin más testigos que sus pensamientos, apiadarse de un perro, que por su flacura y su debilidad parecía condenado a presenciar con avidez el nocturno festín de sus compañeros.
¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser; si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiera sido oscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta olvidar el que primitivamente tuviera?
Si jamás hubiera vivido en sociedad, aprendiendo desde que tuve uso de razón a confundir mi interés particular con el interés general, que es la base de nuestra moral, ¿sería yo mejor que ese hombre?, me pregunté por segunda vez.
Si no fuera el miedo del castigo, que unas veces es la reprobación, y otras los suplicios de la ley, ¿sería yo mejor que ese hombre?, me pregunté por tercera vez.
No me atreví a contestarme. Nada me ha parecido más audaz que Juan Jacobo Rousseau, exclamando:
"Yo, sólo yo conozco mi corazón y a los hombres. No soy como los demás que he visto, y me atrevo a decir que no me parezco a ninguno de los que existen. Si no valgo más que ellos, no soy como ellos. Si la naturaleza ha hecho bien o mal en romper el molde en que me fundió, no puede saberse sino leyéndome".
Eché la última mirada al fogón.
El cuarterón atizaba el fuego maquinalmente con una mano, y con la otra acariciaba al perro flaco, que apoyado sobre las patas traseras dobladas y sujetando con las delanteras estiradas un zoquete, en el que clavaba los dientes hasta hacer crujir el hueso, miraba a derecha e izquierda con inquietud, como temiendo que le arrebataran su presa. Una llama vacilante, iluminaba con cambiantes el claro oscuro de la cara patibularia. Me dio lástima y no me pareció tan fea.
Hacía fresco.
Me acerqué a él y le pregunté:
-¿No tienes frío?
-Un poco -me contestó, mirándome con fijeza por primera vez, al mismo tiempo que le aplicaba una fuerte palmada a su protegido, que al aproximarme gruñó, mostrando los colmillos.
Una calma completa reinaba en derredor: todos dormían, oyéndose sólo la respiración cadenciosa de mi gente.
La luna rompía en ese momento un negro celaje, y eclipsando la luz de las últimas brasas del fogón iluminaba con sus tímidos fulgores aquella escena silenciosa, en que la civilización y la barbarie se confundían, durmiendo en paz al lado del hediondo y desmantelado toldo del cacique Baigorrita, todos los que me acompañaban, oficiales, frailes y soldados.
Cuidando de no pisarle a alguno la cabeza, el cuerpo o los pies, busqué el sitio donde habían acomodado mi montura. Estaba a la cabecera de mi cama. Saqué de ella un poncho calamaco, volví al fogón y se lo di al espía de Calfucurá, cuyos grasientos pies lamía el hambriento perro, diciéndole:
-Toma, tápate.
-Gracias -me contestó tomándolo.

viernes, 21 de mayo de 2010

"La Hormiga", Marco Denevi (1969)

  Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo.


        Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita:


        “Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores...”


        Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.


(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

viernes, 14 de mayo de 2010

Modesta y caprichosa Guía para viajar en el tiempo. Autor desconoido.

Querido lector, tomará poco “tiempo”. No le puedo prometer que ese tiempo será efímero y veloz como la mirada prudente de los amantes prohibidos. Tampoco me animaría a prometerle una elevación de su alma luego de esta lectura. Tal ves estas ideas hoy sean anacrónicas, y el tiempo se haya esfumado como aquel crepúsculo vivido en soledad. No puedo prometer. Solo permítase, y ayúdeme a soñar.

Lo invito a despojarse de toda creencia formada sobre la ciencia metodológica y cotidiana que nos asfixia. A olvidar por poco “tiempo” todo basamento de su fe religiosa que lo asiste en estos momentos. Solo se requiere capacidad para soñar y fe en uno mismo.

Me veo en la obligación de advertirlo respecto de la “modestia” de esta guía. Es tan modesta que una vez que viaje en el tiempo, solo le brindará exiguos consejos para manejarse en esa dimensión. Tal es la modestia que cubre este escrito que no pretenda encontrar un “paso a paso” como las guías a las que tal vez Ud. pudiera estar acostumbrado. Escrutar y seguir esta guía requiere que el lector (Ud. mi querido lector) haga un esfuerzo de proporciones. Después no resople quejándose, se lo advertí es apenas una modesta guía. Y el mote de guía tal vez sea uno de los tantos caprichos…

Los caprichos responden a simples circunstancias que influencian el estado de ánimo de este autor. Los hay por doquier a lo largo de esta guía, no se exalte ya los descubrirá.

A esta altura Ud. se preguntará como es que viajaremos en el tiempo. Tal vez su imaginación, puesta al servicio del seguimiento de esta guía, ya esté elucubrando metales, cables, destellos, luces, humos. No pierda “tiempo” (no tenemos demasiado…), solo “permítase soñar”. Solo con desearlo intensamente, tenga fe en que una divinidad le permitirá viajar en el tiempo. Un fuerte deseo, un abrir y cerrar de ojos y habrá viajado en el tiempo.

Si ha llegado hasta aquí hay dos posibilidades, curiosidad (muy a mi pesar) o sentidas ganas de explorar un viaje en el “tiempo”.

Supongamos que ya ha predispuesto su espíritu para viajar en el “tiempo”, no podremos avanzar sin antes formular una consulta de rigor. Hacia donde quisiera, Ud. mi querido lector, viajar: al “PASADO” o al “FUTURO”. Le pido las disculpas del caso, tal vez Ud. ya intuyó hacia donde vamos, o tal vez Ud. ya pergenio en sus pensamientos más profundos hacia donde desea experimentar la transportación. Es una pregunta de rigor, no olvide que este escrito pretende el mote de guía.

Permítaseme el capricho (al menos literario) de adivinar que sus profundas intensiones son viajar al pasado. Y discúlpeme querido lector que insista con las preguntas: “Pensó para que quería viajar al pasado”.
Si aún no ha resuelto en sus foros más íntimos el para qué quería viajar al pasado, permítame que lo ayude. Y espero pueda disculparme si no encuentro cuestiones mundanas y cotidianas para incitarlo al viaje. No pierda de vista la modestia y el capricho que identifican cada párrafo de esta guía.

Motivo Primero y Único
Regresar a un momento que añora. Que atesora en lo más profundo de su alma. Un momento del cual siente profunda nostalgia, sin tristeza. Mucha nostalgia. En este momento el idioma no me acompaña, o tal vez no encuentro un vocablo lo suficientemente significativo. Para ser más claros, y no malgastar el “tiempo”, pongámoslo en estos términos: Regresar a un momento por el que siente “saudades”. Inconfundibles “saudades”.

Si ya descubrió ese momento al cual quiere retornar, comience a procesar la fe en este método, entorne los párpados, sienta el batir de su alma acompasada con el propio corazón, y viaje…

Si ya llegó a ese momento tal vez lo embargue el “desasosiego”, es natural. Está allí, y nunca imaginó ni en sueños que volvería. Pero está allí.

Consejo: disponga todos los sentidos y regocije su espíritu. Complazca su olfato y nútrase de los “sutiles aromas” que inundan la estancia. Llene sus pupilas con esas “facciones” olvidadas en efímeros recuerdos. Deguste el sabor de esos besos tiernos y prohibidos que no se concretaron. Escuche el silencio que emana aquella “imagen” añorada. No sienta el “vacío” que otrora lo invadía, aún le queda el sentido que brota del alma y le puede resguardar y cobijar en este momento de “ensueño”.

Querido lector, si aún mantiene indemne la fe en Ud. mismo y en esta modesta guía podrá repetir los viajes para cada uno de los momentos que le provocan esa dulce “melancolía”, y que aún con el paso del tiempo son incapaces de “desvanecerse”.

Aclaración: el motivo del viaje es único, por cuanto haber colocado una colección de motivos hizo temer a este autor por la posibilidad de entrar en la debilidad de querer viajar para reparar cuestiones más corrientes que las meramente sentimentales. También por capricho.

Despedida: hizo bien en escoger el viaje al PASADO, dejemos el viaje al FUTURO para que el destino, sólo el destino nos conduzca sin prisa…

Mi ofrenda por su atención es dedicarle esta guía para que la use, junto a su imaginación, a discreción para vivir esos momentos del ayer, con el corazón latiendo al ritmo de hoy.

viernes, 7 de mayo de 2010

Fragmento del Anatomista

La impresión que se formó Mateo Colón de la enferma fue, en primera instancia, que se trataba de una mujer infinitamente bella y, en segundo lugar, que no era aquella ninguna enfermedad frecuente. Inés estaba tendida en la cama, exánime e inconsciente. Examinó sus ojos y su garganta. Palpó su cabeza e inspeccionó sus oídos. El abad seguía los movimientos del médico con desconfiada curiosidad. Palpó sus tobillos y sus muñecas y rogó al abad que lo dejase a solas con la enferma junto a su "discípulo", Bertino. No sin alguna preocupación, el abad abandonó la alcoba.

Mateo Colón pidió a Bertino que lo ayudara a desvestir a la paciente. Quizá nadie sospechara siquiera que debajo de aquellas austeras ropas existía una mujer de una belleza extraordinaria, hecho que testimoniaban las manos del discípulo, que temblaban como una hoja al retirar cada prenda.

-¿Acaso nunca has visto una mujer desnuda? -preguntó Mateo Colón a Bertino no sin cierta malicia, haciéndole notar, de paso, que podía convertirse en el delator del espía del decano.

-Sí, las he visto... pero no con vida... -titubeó Bertino.

-Pues te recuerdo que lo que estas viendo no es una mujer, sino una enferma -marcando en la pronunciación la diferencia entre ambas entidades.

En rigor, Mateo Colón tampoco había podido sustraerse a la belleza de su paciente, pero tenía el pulso experimentado, suficiente para no manifestar ninguna turbación. E, inclusive, sabía que un médico debía hacer caso de las impresiones subjetivas: intuía que su inquietud y su perturbación no eran ajenas a la enfermedad de su paciente. Examinó el tono muscular del vientre y el ritmo de la respiración. Viendo que Bertino demoraba con su tarea, ordenó a su discípulo que terminara de una vez de quitar las ropas de la enferma. En el mismo momento en que el anatomista se disponía a tomar el pulso, Bertino prorrumpió en un grito de espanto.

-¡Es un hombre! ¡Es un hombre! -vociferaba a la vez que se santiguaba e invocaba a todos los santos del cielo-. ¡El poder de Dios sea conmigo! -imploraba con una mueca de terror.

Mateo Colón pensó que Bertino se había vuelto completamente loco. El maestro se incorporó e intentó calmar a su discípulo, cuando, para su estupor, pudo ver entre las piernas de la enferma, una perfecta, erecta y diminuta verga.

El anatomista conminó a su discípulo a que dejara de gritar. Ciertamente, aquel descubrimiento, fuere lo que fuere, ponía en peligro la vida -ya lo suficientemente frágil- de la enferma. Mateo Colón recordó de inmediato un caso que, cincuenta años antes, había conducido a la hoguera a un hombre que presentaba la apariencia de una mujer y que, aprovechando sus facciones femeninas, ejercía la prostitución. Sin embargo, Inés de Torremolinos presentaba una anatomía enteramente femenina y, por cierto, sus tres hijas eran fiel testimonio de su no menos femenina fisiología. Sin embargo, frente a las narices atónitas del maestro y su discípulo, allí estaba aquel pequeño órgano erecto, señalando al centro de sus ojos alelados abiertos como dos pares de florines de oro.

La hipótesis que mejor se ajustaba a la situación era la del hermafroditismo. Las antiguas crónicas de los médicos árabes y egipcios relataban numerosos casos de seres que presentaban los dos sexos en un mismo cuerpo. El mismo anatomista había podido comprobar un caso de hermafroditismo en un perro. Sin embargo, esta última conjetura tampoco se ajustaba a los hechos: la característica común que señalaban todas las crónicas médicas no dejaba dudas acerca de que tal anomalía significaba la atrofia completa de ambos órganos sexuales, los masculinos y los femeninos, siendo en consecuencia imposible la reproducción. Además de los tres vástagos que Inés de Torremolinos había traído al mundo, era evidente que aquel pequeño órgano no se mostraba en absoluto atrofiado; al contrario, estaba inflamado, palpitante y húmedo.

Llevado por la pura intuición, el anatomista tomó entre el índice y el pulgar aquella innominada parte y, con el índice de la otra mano, comenzó a frotar suavemente el diminuto "glande", rojo e inflamado. La primera reacción que Mateo Colón pudo comprobar fue que toda la musculatura del cuerpo de la enferma -que hasta entonces permanecía completamente laxa- cobró una súbita e involuntaria tensión, a la vez que aquel órgano aumentaba un poco más en tamaño y se conmovía en breves contracciones.

-¡Se mueve! -gritó Bertino.

-¡Silencio! ¿O acaso quieres enterar al abad?

Mateo Colón no dejaba de frotar entre sus dedos aquella protuberancia, como quien frota una rama contra una piedra para obtener fuego. De pronto, como si finalmente hubiese conseguido encender la chispa de la hoguera, todo el cuerpo de Inés se conmovió en una gran convulsión que le hizo levantar las caderas, quedando sostenida por los tobillos y la nuca, semejando un arco. Poco a poco, su cintura empezó a moverse, siguiendo la regularidad, el ritmo de los dedos del anatomista. La respiración de Inés se agitó; el corazón, se diría, le galopaba dentro del pecho y todo su cuerpo brilló súbitamente con un sudor general, reproduciendo, en virtud de aquella frotación que le prodigaba el anatomista, cada uno de los penosos síntomas que la sobresaltaban por las noches. Sin embargo, pese a que Inés se mantenía inconsciente, no se diría que aquella sesión le resultara, precisamente, penosa. La respiración de Inés fue cobrando un sonido ahogado que devino en un jadeo sonoro. Su exánime gesto se transformó en una mueca lasciva: la boca, entreabierta, dejaba ver la lengua agitándose entre las comisuras de los labios.

Bertino, el discípulo, se persignó. No alcanzaba a descifrar si aquello era un exorcismo o si, al contrario, su maestro, estaba metiendo el diablo en el cuerpo de Inés. Casi cae desmayado al ver que, de pronto, la enferma abrió los ojos, miró en derredor, y, totalmente en sí, se entregó a la diabólica ceremonia del anatomista. Los pezones de Inés se habían inflamado y erguido y ahora ella misma se los frotaba con sus propios dedos sin dejar de mirar al desconocido con lascivia, a la vez que musitaba unas palabras ininteligibles en español.

Se diría que Inés había pasado de la agonía al frenesi veneris. Totalmente consciente -si así pudiera decirse-, Inés se asió al travesaño de la cabecera de su rústica cama.

Entre ayes, convulsiones y "cómo os atrevéis" admonitoriamente suspirados, Inés dejaba hacer.

-¿Cómo os atrevéis? -murmuraba a la vez que se pasaba su propia lengua por los pezones-. Que soy mujer casta -decía y se humedecía los dedos en los labios.

-¿Cómo os atrevéis? -suspiraba y entonces abría las piernas cuanto podía-. Que soy madre de tres -decía sin dejar de frotarse los pezones y que "cómo os atrevéis", imploraba y entonces dejaba hacer.

La del anatomista no era una tarea fácil; por un lado debía sustraerse a la contagiosa excitación de la enferma y, por otro, evitar que esa misma excitación declinara. Además, Bertino -que no dejaba de persignarse- no cesaba de hacer preguntas, exclamaciones y hasta se permitió amonestar a su maestro:

-¡Cometéis sacrilegio, profanación!

-Quieres cerrar la boca y sujetar los brazos -obnubilado como estaba, Bertino obedeció.

-¡Los míos no, idiota, los de la enferma!

-¿Cómo os atrevéis? -susurraba Inés-. Que soy mujer viuda -decía y entonces balanceaba las caderas embistiendo la mano del anatomista.

-¿Cómo os atrevéis? -lloriqueaba-. Que vosotros sois dos hombres y yo una pobre mujer indefensa -decía y entonces estiraba la mano hacia la verga del discípulo, cuyas imploraciones a Dios no impedían que empezara a ponerse un poco tiesa, lo cual, por cierto, le aseguraba al anatomista el silencio de Bertino.- ¿Cómo os atrevéis? -murmuraba Inés-. Que ni siquiera os he visto nunca antes...

viernes, 30 de abril de 2010

Arreglando el mundo

Un científico que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos. Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de 6 años invadió su santuario decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lado. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiese darle con el objeto de distraer su atención.

De repente se encontró con una revista, en donde había un mapa con el mundo; justo lo que precisaba.

Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo: "Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que lo repares sin ayuda de nadie".

Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10 días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente: "Papá, papá, ya hice todo; conseguí terminarlo...."

Al principio el padre no creyó en el niño. Pensó que sería imposible que, a su edad, haya conseguido componer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño.

Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz?

"Hijito, tú no sabías como era el mundo, ¿cómo lo lograste?"
"Papá, yo no sabía como era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era. Y cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo."

viernes, 23 de abril de 2010

La isla a mediodía. Julio Cortazar.

La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó, sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.

A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el pasaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años -le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma-. Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.

Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un Jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana, el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).

Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul.

Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios.

Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.

Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido, mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.

El sol le secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.

Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.

Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero, como siempre, estaban solos en la isla y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.